Cien años, si ya han pasado cien años desde que un día nos levantamos por la mañana y nos enteramos que la gripe estaba acabando con gran parte de la población mundial. Aunque no fuéramos los primeros en enterarnos, pues parece que los primeros casos se detectaron en el mes de marzo de 1918 en un cuartel de adiestramiento de soldados de Kansas (EE UU), ya en España se empezó a padecer su impacto a partir de abril de ese mismo año.

Aunque cien años son muy pocos en la historia de la humanidad, si son los suficientes para que podamos mirar a trás sin ira e intentar explicar lo que pasó con la famosa gripe española de 1918. En primer lugar debe recordarse que esta pandemia lo fue tan solo desde el punto de vista clínico y epidemiológico, es decir sin conocer la causa real de la misma. Hasta el año 1933 no se pudo aislar el primer virus de la gripe humana y en los años 40-50 se pudo confirmar, mediante estudios serológicos que la causa fue el virus A (H1N1) desconocido previamente por la población humana.

En estos años se intentó establecer el posible origen de este virus pero tan solo se disponía de sueros y algunas biopsias de pacientes conservadas en parafina. Los intentos por aislar el virus a partir de estas muestras fueron un fracaso total y se abandonó su búsqueda. En 1999 ya se disponía de una tecnología molecular que permitía amplificar y clonar cualquier fragmento genético presente en una muestra clínica. Por ello en este momento se planteó de nuevo la posibilidad de establecer el origen del virus de 1918. Sin embargo ya no había ninguna muestra para analizar. Por ello un grupo de investigadores americanos propusieron buscar muestras en personas que hubieran fallecido de gripe y estuvieran enterradas en zonas congeladas del planeta (permafrost). De este modo se dirigieron a un cementerio esquimal situado en una antigua misión de Alaska y desenterraron varios cadáveres con signos de neumonía gripal; evidentemente estos hechos se realizaron con todos los permisos y las medidas de bioseguridad posibles. A partir de estas muestras fueron capaces de recomponer el virus gripal de 1918 con la misma actividad y letalidad que el original. El virus pandémico había sido resucitado por la mano del hombre y siempre por el bien del hombre.

El estudio de los diferentes genes del virus resucitado mostró que esta pandemia se originó muy probablemente a partir de una cepa gripal procedente de algún ave salvaje que fue capaz de introducirse en el ecosistema humano. Se detectaron cepas en personas que presentan características híbridas entre cepas aviares y humanas, siendo consideradas como el eslabón intermedio hasta la adaptación definitiva al ser humano.

La pandemia de 1918 tuvo algunas características especiales y diferenciales frente a posteriores pandemias. Así se presento en tres ondas epidémicas. La primera en primavera se comportó como una gripe normal con pocos casos y baja mortalidad (25% del total); probablemente la nueva cepa, todavía híbrida, se estaba adaptando al nuevo huésped. La segunda onda se presentó en otoño y fue la que afectó a un mayor número de personas y mostró la mayor mortalidad (65% del total). En esta onda se presentaron los casos más graves y fulminantes que acabaron con la vida de las personas en menos de un día. Parece evidente que en esta segunda onda ya la cepa gripal era totalmente humana y había adquirido la capacidad máxima para infectar y diseminarse entre las personas. A su vez mantenía aquellos genes aviares que la hacían tan virulenta y que hoy también se han detectado en la gripe aviar A (H5N1) de 2003.

La tercera onda se presentó a principios de 1919 y afectó a un menor número de personas, ya que la inmensa mayoría ya estaban inmunizadas por haberla pasado o estar en contacto con personas enfermas; a pesar de ello se le atribuye una mortalidad del 10%.

Otro rasgo muy interesante fue que afectó preferentemente a los adultos jóvenes de entre 20-40 años; además en ellos se concentró la mayor mortalidad por edades. Parece que este hecho se debe a que la cepa gripal de 1918 era capaz de provocar una intensa respuesta inmunológica (tormenta de citoquinas) en esta población que les provocaba neumonías hemorrágicas y necróticas fulminantes. Los extremos de la vida estarían protegidos por la inmadurez inmunológica o por agotamiento (inmunosenescencia) de las personas mayores.

Sea cual sea la razón la mal llamada gripe española, descrita por primera vez en los periódicos españoles y no en la prensa extranjera sometida a la rigurosa censura de la primera guerra mundial, afectó al 40-50% de la población mundial (unos 1.800 millones). Se le atribuye la muerte de 40-50 millones de personas entre 1918 y 1919; la misma cantidad de fallecimientos que el SIDA ha provocado en los últimos 35 años de existencia. En España se calcula que fallecieron unas 260.000 personas y en Baleares unas 3.000. Globalmente presentó una mortalidad del 1-2% comparada con la habitual de las epidemias invernales que no supera el 0.1%.

En estos momentos, después de cien años, conocemos íntimamente los genes del virus pandémico, su comportamiento, virulencia y patogenicidad. Todo ello nos hace estar tranquilos frente a la posible aparición de una nueva pandemia, ya que en la última que sufrimos, la de 2009 también causada por una cepa A (H1N1), fuimos capaces de controlarla aplicando criterios epidemiológicos rigurosos. Es cierto que tuvimos la ayuda de fármacos antivirales pero no de una vacuna eficaz. Todo ello nos hace pensar que las condiciones sociales, sanitarias y tecnológicas de 1918 no se volverán a repetir en el futuro.

Pero vayamos con cuidado ya que la era pandémica de 1918, que se inició con esta cepa gripal, todavía no ha finalizado, pues las cepas que han circulado esta temporada 2018 y nos han infectado siguen conservado dos de los ocho genes propios de la cepa pandémica después de haber sufrido cien años de evolución. Si los mantienen será por algo y ese algo es lo que debemos analizar para poner fin a esta era centenaria.

* Doctor de la Unidad de Virología del Hospital Universitario Son Espases