Diario de Mallorca

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El último sondeo realizado por el Centro de Investigaciones Sociológicas sobre la intención del voto en unas hipotéticas elecciones que se celebrasen hoy pone de manifiesto que, pese a la idea derrotista de que nada cambia salvo para que todo siga igual, el abanico parlamentario parece abrirse de manera decidida hacia el fin al del bipartidismo en España. Tantas veces anunciado en vano, ahora surge. Un triple empate entre el Partido Popular, Ciudadanos y el Partido Socialista, con Unidos Podemos a poca distancia, supone un guión electoral nuevo por completo, en particular porque la necesidad de relativizar cualquier encuesta alejada de la convocatoria real a las urnas es cada vez más débil. Por distintas razones, entre las que la crisis del PP en Madrid aparece en un lugar destacado, vivimos una situación casi de campaña electoral. Con las cifras de intención del voto en el aire.

Los comentaristas han hablado de incertidumbre y, habida cuenta de la necesidad de tomar en consideración los errores inherentes a todo muestreo, tal incertidumbre existe. Con un triple, casi cuádruple, empate, cualquier detalle menor en el transcurso de los acontecimientos puede llevar el abanico de las preferencias hacia un lado u otro. Y vivimos una época en la que ese devenir se convierte en cotidiano, con una de las principales comunidades autónomas del reino, Cataluña, en estado de crisis permanente a causa de que las huidas y los encarcelamientos y otra, Euskadi, en la que el cierre definitivo de ETA se parece cada vez más a un intento de seguir las huellas catalanas.

Siendo así, la clave ideológica de los sondeos de intención del voto parece disolverse un tanto. ¿Para ser sustituida por qué otra condición? Es pronto, a falta de los programas electorales, para decirlo pero lo que está en casi todas las conciencias es que en la cita cada vez más próxima con las urnas lo que se va a dirimir es la forma en que hay que cambiar el Estado de las autonomías derivado de la Constitución de 1978. Que ésta habrá de reformarse parece del todo obvio. Y ya que se tendrá que tomar ese toro por los cuernos, quizá la manera más sencilla de definir la España futura pase por un primer cambio fácil e inmediato: el del procedimiento para elegir el presidente. Si se optase por la fórmula directa, separando la elección presidencial -por sufragio directo de los ciudadanos- de las votaciones para las Cortes, se evitarían componendas que tergiversan los resultados electorales. Y quizá se recuperase algo la más que necesaria clave ideológica.

A partir de ahí, el melón sigue abierto: tenemos que decidir qué Estado queremos. Mejor es hacerlo sin que el presidente encargado de reformar los cimientos de la administración salga de un tira y afloja de intereses que nada tienen que ver con el mayor o menor grado de autonomía que queremos concedernos para cada comunidad.

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