Siempre ha habido seres humanos de la catadura moral de los individuos que componen 'La Manada'. Probablemente siempre los habrá. En cambio, el Estado democrático de Derecho es mucho más joven y su plenitud y supervivencia resultan bastante problemáticas, a poco que nos descuidemos. Y en la propia Europa nos estamos descuidando.

La clave del Estado de Derecho no radica en la Justicia como valor, sino en la interdicción de la arbitrariedad. Todos los poderes estatales se hallan sujetos a la ley y sometidos al control judicial, incluidos los mismos jueces y tribunales. Este delicado mecanismo del Estado de Derecho, con fecha de origen y posibilidades reales de caducidad, trata de cumplir un sueño bimilenario: alcanzar la Justicia a través (y no al margen) del Derecho; en suma, implantar el gobierno de las leyes en vez de la dominación de los hombres. ¡Casi nada!

Pero hay que advertir inmediatamente que la Justicia que cabe pretender carece de carácter absoluto y no puede concebirse como el equivalente de la verdad. En el Estado democrático de Derecho las leyes las aprueban los representantes del pueblo, circunstancia que no las hace necesariamente justas. Por eso una ley democrática puede ser una ley inicua. Lo que la distingue de una norma promulgada por un dictador no es, pues, su justicia, sino su procedencia, directa o indirecta, de la voluntad popular.

Vayamos al ámbito del Código Penal. En él se contienen las conductas que merecen el máximo reproche social a criterio de los representantes del pueblo español, así como la determinación de las sanciones que, de acuerdo con tal criterio, han de recibir sus autores. Cuando esas sanciones consisten, como las impuestas a los miembros de 'La Manada' por la Audiencia Provincial de Navarra, en penas privativas de libertad (junto con la vida el bien humanamente más preciado), han de ser aprobadas por la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados.

Debiera resultar evidente, por tanto, que los jueces no crean las leyes -tampoco, desde luego, las leyes penales-, sino que las aplican. Menos sabido parece ser el que en un Estado de Derecho, donde rige la división de poderes, los jueces tienen constitucionalmente prohibido legislar, gobernar y administrar. Sólo pueden juzgar, y además únicamente ellos pueden hacerlo: no, pues, las Cortes, el Gobierno o el Consejo General del Poder Judicial. Naturalmente, la función de juzgar es, si no se trata de aplicar sin más la ley de Lynch, una tarea compleja, porque el juzgador ha de extraer de la obra del legislador la norma del caso concreto que debe resolver, cosa a menudo nada sencilla por falta de claridad o del debido rigor técnico de la propia ley. Ahora bien, si el juez yerra en la interpretación de la ley o en la valoración de las pruebas, el sistema jurídico reacciona de dos maneras: mediante la corrección del error por una instancia judicial superior (apelación, casación) o por la acción rectificadora del legislador mismo, que decide modificar la ley. A este respecto conviene reparar en que es el legislador parlamentario, y no el juez, el que en cada momento histórico representa el conjunto de valores sociales vigentes. Por consiguiente, si mayoritariamente se desea un cambio normativo, hay que acudir en manifestación ante las sedes del Congreso y del Senado, no ante los edificios judiciales.

Ese juez a quienes hemos conferido la altísima potestad de disponer de nuestro patrimonio y de nuestra libertad, tiene que ser forzosamente independiente, y así lo concibe la Constitución, que además le declara "responsable", de modo que no posee ninguna clase de inmunidad, pudiendo incurrir en responsabilidad penal, civil y disciplinaria. ¿Hasta dónde llega la independencia judicial? Pues hasta el punto de que un juez no puede recibir instrucciones de ningún otro órgano estatal sobre la aplicación o interpretación del ordenamiento jurídico; ni siquiera de los órganos judiciales superiores (salvo en vía de recurso) o de gobierno del Poder Judicial. En ese sentido proclama la Constitución que el juez está sometido "únicamente" al imperio de la ley.

Tras este somero vademécum del Estado democrático de Derecho, hemos de hacernos estas preguntas: ¿es razonable que miles de personas se concentren en calles y plazas de nuestro país exigiendo la inhabilitación de los miembros de un tribunal por discrepar del fallo de una sentencia penal que encima todavía no ha ganado firmeza? ¿Es razonable que se pida que los jueces deben reciclarse mediante una "formación de género" con el fin de estirar la ley?¿Es razonable que los políticos responsables de la actual regulación del Código Penal se escandalicen hipócritamente ante lo decidido por la Audiencia Provincial de Navarra y traten de improvisar una reforma legal a toda prisa? ¿Es razonable que el ministro de Justicia señale con el dedo acusador al magistrado que proponía la absolución de los procesados al no considerar desvirtuada su presunción de inocencia?

El movimiento feminista ha realizado una tarea de extraordinaria fuerza civilizadora en el último medio siglo. No debería mezclarse, por tanto, en ninguna clase de linchamiento moral, ni de los acusados ni de quienes les juzgan con arreglo a la ley. El Estado democrático de Derecho es la obra conjunta de las dos mitades de la ciudadanía: hombres y mujeres.

* Catedrático de Derecho Constitucional