Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Eduardo Jordà

LAS SIETE ESQUINAS

Eduardo Jordá

Íñigo

Nadie que fuera niño en los 60 y adolescente en los 70 podrá agradecerle jamás lo que nos enseñó con sus programas repletos de civilidad, en aquel país atiborrado de gente aviesa y malencarada

José María Íñigo siempre parecía estar de buen humor. Íñigo empezó haciendo televisión en unos años que eran desesperadamente grises, cuando la mayoría de locutores del telediario o de los informativos parecían haber llegado al plató directamente desde el funeral de un familiar próximo. Íñigo, en cambio, parecía regresar de una cita con una mujer muy guapa, o de un buen restaurante donde le habían invitado a una tarta al whisky y a una copa de Armagnac, o de un concierto de un grupo pop -quizá los Módulos o los Cheyennes- en una de aquellas discotecas decoradas con diseños "op-art", con sus luces estroboscópicas y sus taburetes tapizados de skai pegajoso.

El primer programa de Íñigo, según he leído, fue un musical de 1968 en el que puso canciones de los Beatles, y ahora que caigo, es probable que yo mismo viera ese programa en la segunda cadena de TVE, que entonces recibía el extraño nombre de UHF (nadie que yo conozca supo nunca qué demonios significaban aquellas siglas). Luego tuvo muchos más, casi todos dedicados a eso que se denominaba "el público juvenil", ese público que empezó a existir entonces, justo al mismo tiempo que la revuelta de Mayo del 68. Íñigo hablaba de las tiendas de moda de Carnaby Street, de la música pop (creo que fue el primero al que le oí citar a los Kinks), de los bobbies que no llevaban pistola o de los autobuses de dos pisos pintados de rojo. En una televisión como la franquista, donde casi todo era grisura y malhumor, los autobuses de dos pisos y las canciones de los Beatles eran un milagro. Y más aún cuando alguien reparaba en el tono de voz de José María Íñigo, tan reposado y tan afable, en el que nunca parecía caber ni un átomo de rabia ni de indignación. ¿Este hombre es nuestro contemporáneo?, nos preguntábamos asombrados. ¿Este hombre es de aquí? Pues sí. Y allí estaba el epicúreo Íñigo, en Estudio abierto o en Directísimo, con su bigote y sus ademanes pausados, con su sonrisa que no tenía nada de postiza y sus autobuses de dos pisos y su inalterable buen humor. Nadie que fuera niño en los 60 y adolescente en los 70 podrá agradecerle jamás lo que nos enseñó en sus programas repletos de civilidad, en aquel país atiborrado de gente aviesa y malencarada que siempre parecía a punto de estallar de rabia.

Es cierto que Íñigo no tenía que competir por la audiencia ni estaba sometido a la dictadura del share. Pero una de las cosas que más sorprenden ahora, cuando han pasado cincuenta años del primer programa de Íñigo y él mismo acaba de morir, es que ese país malencarado y avieso haya regresado con tanta furia. Y sobre todo en la televisión, donde casi todos los presentadores y locutores y tertulianos parecen atacados por un virus que los convierte en seres biliosos a los que siempre parece que alguien acaba de robarles la cartera en el metro. Incluso los humoristas parecen enfadados a todas horas, ya que casi todos sus chistes y comentarios parecen pensados para ofender o para herir a alguien. Y por eso volvía a ser un milagro ver a Íñigo en cualquiera de sus últimas apariciones, calvo y gordo pero aún conservando el mismo humor de siempre, porque a su alrededor volvía a pulular una nueva fauna televisiva que recordaba mucho a aquellos tétricos locutores que leían las noticias como si estuvieran leyendo el último parte militar de una campaña bélica, o bien esos otros locutores que sobreactúan de forma patética cuando intentan convertir cada noticia en un hecho trascendente que será recordado por los siglos de los siglos. Pero lo peor de todo, insisto, es el regreso del malhumor y la rabia y ese estado permanente de irascibilidad y de indignación. Y lo digo porque ese estado, de un modo u otro, siempre acaba contagiándose a la población que en principio parece vivir mucho más tranquila.

En Yugoslavia, por cierto, pasaron estas cosas en los años que precedieron a la guerra que estalló en 1991 y duró hasta 1995. Una amiga serbia me contó una vez cómo eran las campañas de acusaciones y de insultos y de mentiras orquestadas que se difundían desde las televisiones, sobre todo la serbia y la croata, pero también la eslovena. Y el día en que todos los Íñigos amables e irónicos -porque allí también los había- fueron apartados por sus compañeros gritones que se lo tomaban todo a pecho y se burlaban de sus adversarios y esparcían a todas horas el odio y la rabia, todo el mundo supo que las cosas se iban a poner muy mal. Y así sucedió.

Compartir el artículo

stats