La esperada sentencia del conocido como caso ´La Manada´ ha provocado una oleada de indignación popular con escasos precedentes en la historia de nuestra joven democracia. El clamor contra la decisión de los jueces ha sido mayoritario y las manifestaciones en las calles se han sucedido de forma inmediata. Un cambio de percepción en lo que concierne a la tolerancia social con los abusos sexuales resulta evidente. En esta, como en tantas otras cuestiones de moralidad pública y privada, nuestro país ha ido avanzando hacia la adopción de valores más europeos, tanto en la demanda a la clase política de mayor transparencia como en la repulsa generalizada que provoca la corrupción y el machismo encubierto que todavía puede perdurar en determinados sectores de nuestra sociedad o, lo que es aún peor, en la perniciosa lógica que menudo se utiliza para culpabilizar a las víctimas de una agresión sexual.

Tras unos días marcados por la protesta, conviene ahora detenerse en el análisis sosegado de lo sucedido. Un primer dato indiscutible es que la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra ha suscitado una respuesta social inédita ante un dictamen judicial. A las fuertes tensiones territoriales que vive España en estos últimos años y a la decepción ciudadana con nuestra clase política por los frecuentes casos de corrupción, se añade una nueva fuente de malestar; esta vez en el frente judicial que, no lo olvidemos tampoco, constituye uno de los poderes fundamentales del Estado. En segundo lugar, habría sido conveniente que, ante la gravedad de los hechos, los jueces hubieran logrado consensuar un voto unánime, más aún cuando el voto particular de uno de los magistrados utilizó términos tan desafortunados como "jolgorio y regocijo" para referirse a lo acaecido. En tercer lugar, la sentencia considera probado que de ningún modo hubo consentimiento por parte de la víctima y que los cinco acusados cometieron un grave delito de abuso sexual, por lo que se les ha impuesto una condena de nueve años de cárcel. La graduación del tipo penal aplicado, sin embargo, constituye el punto crucial de la controversia, ya que el tribunal ha determinado que, a pesar de la brutalidad de los hechos, no se empleó un nivel de intimidación suficiente para calificarlo de agresión sexual -penado con un máximo de quince años-, en lugar del menos agravado delito de abuso por el que fueron condenados los cinco acusados. El debate sobre lo que constituye -o no- violencia constituye aquí el auténtico quid de la cuestión: ¿qué entendemos por violencia? ¿Y por intimidación? ¿Cinco personas con una superioridad evidente en número y fuerza en un lugar sin escapatoria no son suficientes para aplicar ambas agravantes en beneficio de la víctima? ¿Dónde situamos los límites reales del consentimiento y de la libertad sexual de las personas?

Por supuesto, la grandeza de un sistema judicial en democracia son sus garantías. La sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra será recurrida a instancias superiores que deberán valorar de nuevo las pruebas del caso. Sin caer en la tentación irresponsable del populismo punitivo, lo sucedido estos días plantea varias cuestiones. La primera nos invita a subrayar una evidencia: ¡No es No!, sin matiz alguno. Y es precisamente en este no -que implica en toda su magnitud la intimidad de las personas- donde reside el deber más sagrado del respeto a la condición humana. La segunda nos sugiere la conveniencia de consensuar -si así lo considera adecuado el legislativo- la reforma del código penal y, en todo caso, la necesidad de reforzar por vía judicial el horizonte innegociable de la libertad sexual de las personas, que en ningún caso pueden ser sometidas a abusos o a intimidación. La tercera de las cuestiones nos lleva también a criticar de forma contundente el error que ha cometido el ministro de Justicia, Rafael Catalá, al censurar la sentencia, creando un peligroso precedente de intromisión del poder ejecutivo en el judicial; así como el -a nuestro parecer- equivocado sesgo a la defensiva, y un punto corporativista, que ha adoptado el Consejo General del Poder Judicial en relación con el malestar social causado por la sentencia. En último término, debemos confiar plenamente en la fortaleza de las instituciones del Estado de derecho y en las garantías que ofrece nuestro sistema judicial, que permitirán revaluar la gravedad de los hechos.