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Antonio Papell

La independencia judicial

La independencia judicial es probablemente el elemento más característico y definitorio de un régimen democrático según el clásico modelo occidental. De ella dependen la igualdad de todos ante la ley, el principio de responsabilidad jurídica de los gobernantes ante los gobernados, la preservación del equilibrio social y la existencia de límites ante toda clase de abusos. En nuestro país, han sido los jueces los que nos han sacado del atolladero de la corrupción, con actitudes a veces muy valientes que han puesto coto al desmán, una vez que quedó claro que la clase política no sabía autorregularse por sí misma.

Por ello ha sido tan chirriante la actitud del ministro del Justicia, Rafael Catalá, al criticar no sólo la sentencia en primera instancia de La Manada sino al censurar al Consejo General del Poder Judicial por no haber impedido que uno de los magistrados del tribunal, Ricardo González, firmase su voto particular discrepante, inaceptable según el miembro del Gobierno. Las siete asociaciones de jueces y fiscales han pedido unánimemente, y en términos muy duros, la dimisión de Catalá. También los partidos han censurado su actitud? salvo el PSOE, que extrañamente, y por boca de la exmagistrada Margarita Robles, hoy portavoz en el Congreso, mostró primero comprensión hacia el ministro hasta que Pedro Sánchez rectificó en la dirección correcta.

La sentencia en cuestión, considerada demasiado leve por gran parte de la opinión pública, ha suscitado el rechazo masivo de la ciudadanía, que se ha manifestado con elocuencia. Ante lo cual el Gobierno ha decidido demagógicamente ponerse al frente de la manifestación para obtener un rédito político. Y ha cometido dos torpezas inaceptables: criticar a los jueces y a su organización interna, y prometer la inmediata revisión del Código Penal. Ni la colisión entre poderes del Estado ni la legislación en caliente son admisibles.

Conviene hacer además algunas precisiones: las sentencias judiciales son perfectamente criticables, faltaría más, y nada hay que objetar a las críticas acerbas de la sociedad y de los partidos (si el PP, como tal, hubiera criticado la sentencia en cuestión nada habría que objetar). Pero los Gobiernos democráticos no están ni para deteriorar el régimen creando conflictos interinstitucionales ni para abonar el populismo. Lo que Catalá debió recordar a la gente es que la sentencia en cuestión es sólo en primera instancia; que todavía tiene ante sí un largo recorrido, primero en el Tribunal Superior de Justicia de Navarra y después en el Tribunal Supremo. Y que si, finalmente, existiera consenso sobre la necesidad de revisar el Código Penal de 1995, habría que hacerlo. Pero es inaceptable que el ministro se inmiscuya en la labor del Consejo General del Poder Judicial y en asuntos tan delicados como el nombramiento de los jueces o sus expedientes disciplinarios porque estos asuntos están en la médula de la independencia del poder judicial.

El magistrado González, que pidió la absolución de los cinco miembros de La Manada porque confundió lo ocurrido con una simple orgía, no tuvo además nada que ver con la sentencia que finalmente se dictó, que llevaba solamente la firma de los otros dos magistrados. Estos interpretaron que no había existido ni violencia ni intimidación, y que por lo tanto la calificación que correspondía era la de abuso sexual y no la de agresión sexual. Porque no todos los delitos sexuales son de la misma gravedad, y la frontera entre unos y otros tiene elementos subjetivos y, por lo tanto, opinables. Todo esto constituye, sin embargo, un problema técnico, que habrá de resolverse mediante un intenso debate, en el que habrá que incluir mejoras en la formación general de los jueces para que se adiestren en la filosofía de género que hoy impregna muchos de los valores sociales dominantes. Pero lamentablemente la intromisión del Gobierno ha convertido el asunto en un conflicto político, lo que deteriora nuestro sistema democrático, confunde a la opinión pública, desacredita a políticos y jueces y es por tanto carnaza para el voraz soberanismo. Una gran proeza, en suma.

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