Diario de Mallorca

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Recuerdo un viaje a Venecia que hice hace muchos, muchos años. Fue en el siglo pasado, con toda una experiencia incluida en él: la de asistir a la representación de una ópera desde el palco de Napoleón en La Fenice antes, claro es, de que el fuego destruyese el teatro. Por tercera vez si no llevo mal la cuenta. Pues bien, ya entonces era obvio que no se cabía en la ciudad; desde los cruceros monstruosos amarrados en el Muelle de los Esclavos bajaban hordas de turistas a unirse a quienes, llegando en tren, cogíamos el vaporetto. La ciudad entera se convertía en una especie de parque temático en el que entrar siquiera era tan difícil como subirse a las atracciones de Disneylandia y encontrar una silla libre en cualquiera de los cafés de la plaza de San Marcos se antojaba una empresa imposible. Había colas hasta para navegar a Murano.

Al final de la tarde, todo cambiaba. La muchedumbre volvía a sus refugios de procedencia y la calma descendía sobre una Venecia de pronto desierta, o casi, en la que era viable incluso buscar una taberna que no oliese a gentío. Me encontraba alojado en un hotel de la ciudad, el Cavalleto e Doge Orseolo -cómo olvidar un nombre así-, con sus góndolas, por supuesto, al alcance de la mano, y gracias a ese privilegio pude darme cuenta de que sólo así era viable palpar la Venecia de verdad, esa que quedaba sepultada durante el día bajo el peso de los visitantes.

Echemos cuentas. Venecia: 50.000 vecinos y 30 millones de turistas cada año. Que los canales apesten parece inevitable pero no sólo porque las aguas estancadas se pudran sino porque no queda sitio libre para respirar. Puestos a buscar un remedio, el alcalde Brugnaro ha dado en colocar tornos que limiten el paso al centro de la ciudad: cuando se alcanza el número máximo de visitantes, los tornos se cierran aunque imagino que todo sigue igual en las colas, ahora tras los puentes.

No sé si hay más ciudades con numerus clausus pero parece obvio que la medida deberá extenderse, pronto o tarde, por seguir en Italia, a Florencia o al Vaticano. Se trata no tanto de política municipal como de leyes de la física, con el problema de la impenetrabilidad del espacio ocupado como referencia mejor. La izquierda se le ha echado a la yugular al alcalde de Venecia pero eso era previsible; la cuestión verdadera es por qué se ha esperado tanto para cerrar las puertas de los lugares en los que ya no se cabe. Y quizá haya que recurrir ahora a la psiquiatría para explicar cual es la razón de que los intereses de los poderosos -los que ganan fortunas gracias al turismo, con los grandes hoteleros al frente- lleven hasta al sacrificio de la gallina de los huevos de oro con tal de complacerles.

Eso sí; en Venecia, al menos, ya se han dado cuenta de dónde está el límite que no se puede cruzar. En Mallorca, las autoridades aún no se han caído del guindo. Y así nos va.

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