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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Un problema singular

En YouTube se pueden ver los vídeos del juez Roland Freisler, presidente del Tribunal Popular que juzgó en Berlín a los militares y juristas que participaron en el complot contra Hitler de julio de 1944. En una de las sesiones, un hombre mayor, muy delgado, fue llamado a declarar. Como le habían quitado el cinturón, tenía que hacer esfuerzos para sostenerse los pantalones mientras respondía al interrogatorio. En un momento dado, los pantalones se le cayeron al suelo. Toda la sala, atiborrada de policías y hombres uniformados, soltó una estruendosa carcajada. "¿Qué es usted, un degenerado, un viejo verde que no es capaz de dejar de toquetearse los pantalones?", gritó alguien desde el estrado. La carcajada resonó de nuevo en toda la sala. El hombre mayor bajó la vista, avergonzado. Era el mariscal de campo Erwin von Witzleben, uno de los altos mandos que había participado en el complot. Quien le había gritado y humillado de esa forma tan vergonzosa era el presidente del Tribunal, el juez Freisler, un hombre que llevaba la insignia del partido nazi en la solapa y que hacía el saludo reglamentario antes de iniciar las sesiones. Un hombre extremadamente frío y cruel. Y un hombre, además, que tenía que expiar el rumor que lo acusaba de haber sido comunista en su juventud.

Cuento esta historia -repito que se puede ver en YouTube- porque no hay nada que guste más a los regímenes totalitarios que poder elegir a los jueces y nombrar a las personas más fanáticas y más obedientes para interpretar las leyes -unas leyes también totalitarias porque no han sido redactadas tras una discusión democrática en un Parlamento- y para dictar después las sentencias. En la URSS hubo también muchos equivalente del juez Freisler, sobre todo el fiscal Andréi Vyshinksi que se encargó de las acusaciones -todas falsas, todas inventadas- de las Grandes Purgas de Stalin. Y los hubo en la España de Franco, claro que sí, porque lo primero que hizo el franquismo fue controlar el nombramiento de jueces y eliminar a todos los que no fueran "adictos", como se decía entonces. Adictos, se entiende, no a las drogas, sino al nuevo régimen totalitario instaurado en 1939.

Estos días estamos viviendo una ofensiva contra los jueces que recuerda las peores manifestaciones de la "justicia popular" -que no era ni justicia ni popular ni nada por el estilo- establecida por los tribunales de excepción de los regímenes totalitarios. Pero ahora es como si fueran los jueces los acusados que tuvieran que presentarse ante un acusador que se burla de ellos y los insulta y les grita de forma humillante. Por supuesto que los jueces se equivocan. Por supuesto que los jueces emiten fallos que no nos gustan. Y por supuesto que hay muchas sentencias que son debatibles y deberían servir para hacernos reflexionar sobre el contenido de las leyes y sobre la visión que esas leyes trasmiten del mundo. Claro que sí. Pero los jueces tienen que interpretar unas leyes que no han redactado ellos y actuar en función de lo que dicen esas leyes. Es cierto que hay un margen de interpretación y que cada juez puede actuar de forma diferente con cada caso, pero nuestro ordenamiento jurídico se basa en el principio de la presunción de inocencia y este principio es intocable. Los que conocimos el franquismo y sabíamos cómo actuaban los jueces de la dictadura agradecemos que sea así. Nos gusta que los jueces sean independientes y no se dejen presionar por el poder, sea cual sea ese poder (el político, sí, pero también el empresarial o el financiero o el periodístico o el poder del dinero en la sombra). Pero las generaciones que han crecido en la democracia no parecen ser capaces de imaginar cómo sería vivir en un mundo en el que los jueces no fueran independientes, sino elegidos por el poder -sea el que sea- en función de determinadas características o de determinada orientación ideológica. Esos jueces como Roland Freisler, por ejemplo, que llevaban la insignia nazi en la solapa. O cualquier otra insignia, fuese la que fuese y representase la ideología que representase.

La última andanada contra la independencia judicial la ha dado el ministro Rafael Catalá al decir, de forma sibilina, que uno de los jueces del caso de la Manada tenía "un problema singular" que todo el mundo conocía. Es muy bonito, eso de acusar a alguien de algo que no se sabe qué es, aunque todo el mundo puede sospechar que es algo feo y sucio, tan feo y sucio como los hechos que se juzgaban en Pamplona. En un mundo en el que todo se diluye y todo se olvida, no parecemos ser conscientes de que lo único que nos puede proteger de los narcos, de los linchadores, de los mentirosos y de los personajes tan siniestros como los integrantes de la Manada son las leyes y los jueces. No tenemos nada más. Y convendría cuidarlos un poco, por mucho que se equivoquen o que no nos gusten sus sentencias. Porque el día que no existan esos jueces ni la independencia judicial, todos podremos ser acusados de tener "un problema singular" -sea cual sea- que permita a un energúmeno gritarnos y humillarnos en público, como hacía el juez Freisler, antes de mandarnos a la horca.

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