El mejor deportista español de la historia es Rafel Nadal. Cada vez estoy más convencido de que, además, es el más sensato de los residentes en España, se sientan o no españoles. "Respeta" los pitos al himno durante la disputa de la final de la Copa del Rey entre el Barça y el Sevilla, pero explicita su actitud vital: "Por mi forma de ver la vida, yo soy partidario del respeto ante todo. No concibo ni pitar a un rival ni a nadie. No concibo que, por ejemplo, el otro día en la Davis, la plaza de toros de Valencia hubiera pitado el himno alemán".

En el mismo evento futbolístico, la policía del ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, se dedicó a requisar camisetas gualdas con el lema "ara és l´hora". Al político le falta el sentido común que derrocha el tenista. Lo siguiente será incautarse de una tortilla de patatas, de una paella o de la franja central de la bandera española. Todas ellas de un subversivo color amarillo.

Nadal tiene razón. Una pitada es un derecho, pero quienes la practican son irrespetuosos con aquellos que sienten algo por una sucesión de notas musicales. No muy afortunadas y sin letra en el caso español. Además, entre los independentistas asoma, cada vez con mayor intensidad, un cierto aire de superioridad moral, intelectual y hasta física con respecto a quienes no lo son, catalanes o no.

Una vez admitido que algunas pitadas están de más, desmontemos la sacralización de los himnos. Comencemos por el británico. El Good save the King se basa en una antigua melodía escocesa. Fue adoptada por los partidarios de los Estuardo, es decir la facción católica en las luchas de religión contra quienes defendían la separación de Roma. Una vez consumado el triunfo de los cismáticos, se convirtió en himno de los vencedores. Más aún, los colonos americanos que promovían la independencia de los Estados Unidos adoptaron la melodía. Solo cambiaron el King por América o por George Washington. También fue canción más o menos oficial en Alemania, Dinamarca o Rusia durante el siglo XIX. La información proviene del libro de Esteban Buch La novena de Beethoven. Historia política del himno europeo.

La marsellesa es, según Stefan Zweig, el fruto del "genio de una [sola] noche" llamado Joseph Rouget de Lisle. Es el himno del republicanismo frente a las monarquías absolutistas europeas. Lo que era un canto revolucionario y arsenal moral para los sans-coulottes, llegó a tener una versión dedicada a Guillermo III de Prusia.

La Oda a la alegría es el cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven. Un canto para coro y solistas a partir de un poema de Friedrich Schiller que la Unión Europea convirtió en 1985 en himno oficial.

La obra más popular del gran Beethoven también arrastra una larga historia de manoseo para adaptarla a los gustos o a los objetivos políticos de quien se apodera de ella. La más destacada es la de aquellos que defendían que donde Schiller escribió "alegría" (Freude) en realidad debía decir "libertad" (Freiheit). La censura sería la causa de esta alteración, aunque ningún dato avala este supuesto, según Buch. Pero lo más sorprendente son los totalitarismos que se han apoderado del tema beethoveniano. Los nazis crearon en Auschwitz un coro judío que cantaba "todos los hombres serán hermanos". La Rodesia de Ian Smith, un país racista y segregacionista, lo convirtió en1974 en su himno nacional.

¿Qué se puede decir de la Marcha Real española? Que cuando miles de personas entonan un "lo lololo lo lo" en un estadio de fútbol pierde toda su solemnidad.

Himnos, banderas o escudos. De países, de congregaciones religiosas o de clubes de fútbol. Abuchearlos es de mal gusto. Sacralizarlos requiere abandonar la racionalidad y echarse en brazos única y exclusivamente de la pasión, un sentimiento fácilmente manejable y manipulable por parte de quienes dominan los resortes del poder.