ETA ha dejado de matar, felizmente, y no está lejos el día en que la organización terrorista, derrotada por el Estado democrático, deje de existir. Pero sus rescoldos perviven y de vez en cuando prenden y lanzan alguna llamarada horripilante. Como en Navarra, donde el Gobierno, formado por nacionalistas (Geroa Bai, EH Bildu), Podemos e Izquierda Unida, se ha manifestado en las calles en favor de los torturadores que apalearon en Alsasua a dos guardias civiles fuera de servicio y a sus respectivas parejas por el mero hecho de ser servidores públicos.
Al respecto de esta atrocidad, hemos leído críticas políticas, que son sin duda pertinentes. Pero cuando se ponen en juego derechos básicos, libertades fundamentales, valores humanitarios previos a los sistemas de organización social, no basta con emitir un reproche verbal. Quienes creen que hicieron bien las docenas de energúmenos que pusieron en peligro la integridad física y moral y hasta la vida de cuatro personas porque representaban al Estado deben ser excluidos del concierto democrático e inhabilitados para ostentar cualquier representación social. Quienes ahora aplauden los apalizamientos de guardias civiles son los mismos que jaleaban a ETA cuando asesinaba a ciudadanos. El asco no es suficiente para descalificar a un equipo que piensa que el exterminio del discrepante tiene cabida en democracia.
