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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Un fin de época

Se ha escrito muchas veces que estábamos, en lo que se refiere al sistema político español, en una situación en la que lo viejo muere y lo nuevo no acaba de nacer. La democracia representativa en España se ha tenido que enfrentar, con resultados muy decepcionantes, a dos embates desestabilizadores. Uno de ellos ha sido la institucionalización de la partitocracia como consecuencia del gran defecto oculto de la Transición y la Constitución: la creencia de que la superación de las divisiones históricas exigía la concentración del poder en las cúpulas partidarias, vía el sistema electoral proporcional, y no en el protagonismo de los ciudadanos. Se justificaba en la debilidad de los partidos fruto de los cuarenta años de dictadura. Pero se ha convertido en un losa tan pesada como la de la tumba de Franco. Se han invertido los términos. No son los ciudadanos quienes orientan a los partidos, sino que son éstos los que ahorman a los ciudadanos, súbditos de la oligarquía partidaria que ha colonizado el Estado. Ninguna institución se salva. Ni las administraciones, ni el Consejo General del Poder Judicial, ni el Tribunal Constitucional, ni el Tribunal de Cuentas, ni las universidades públicas, al servicio de los intereses de los nuevos mandarines instalados de por vida en sus cátedras, como ese Álvarez Conde que regala másteres a sus correligionarios políticos. El otro gran embate, generalizado en todas las democracias, comenzó con el hundimiento de la Unión Soviética y la constatación de la inexistencia de proyecto político alternativo a la democracia liberal. Los partidos de izquierda han mantenido el discurso ideológico de la igualdad social, pero su práctica para acceder al poder se ha orientado hacia las políticas de igualdad de género, de la corrección, de la identidad, del nacionalismo. Sin proclamarlo, han renunciado al paraíso social por la conquista del poder. A vivir que son dos días. Aunque se lleve al país al despeñadero, como en Venezuela. Son los enemigos del mercado, como les define Escohotado. En la derecha la única pulsión, la que al final la hunde en la ciénaga, desaparecida la pasión por la libertad, el mérito, la competencia, es la codicia que ha desembocado en la corrupción generalizada, que tan bien personifica alguien como Rodrigo Rato, el perseguido.

Si en el ámbito internacional son la globalización económica y los movimientos migratorios asociados con ella, junto con el cambio de paradigma general de la ausencia de modelo económico alternativo, los que impulsan los nuevos cambios sociales, en España se les suman los otros factores intrínsecos: el bloqueo partidario, la corrupción, el golpe de Estado de los independentistas catalanes y la permanente tensión del arco nacionalista vasco que, con su veto al artículo 155, impide la aprobación de los presupuestos del Estado. Es difícil imaginar que con esas tensiones territoriales pueda España enfrentar tales embestidas.

Felipe González desgranó en Salvados razonamientos que pueden situarnos cercanos al sentido común. Así, la idea de que el artículo 155 debía haberse aplicado cuando el 9N de Artur Mas. Nos habríamos ahorrado todo lo pasado y lo que seguimos pasando debido a la cobardía de Rajoy y a la heteróclita visión de España del partido socialista, de Sánchez, Iceta y demás lumbreras. Otras ideas me parecieron o básicamente retóricas, como que al independentismo no hay que aniquilarlo sino ganarlo, como si ganarlo no supusiera aniquilarlo (un juego de palabras de un maestro). O algo con lo que nadie podría estar en desacuerdo, pero que habría que concretar, no vale excusarse en que se necesita tiempo para explicarlo: un proyecto atractivo para el conjunto de España. O algo que, además de retórico es falso, mantra de los equidistantes: que el problema con los nacionalistas catalanes es un problema político que requiere solución política y Junqueras en libertad. Dígase de una vez cuál es (que no sea la independencia) la solución política para una autonomía gobernada por nacionalistas con más competencias que cualquier land alemán o Estado federado. González ha denunciado en numerosas ocasiones la judicialización de la política, ¿cómo se lanza a la politización de la justicia? En todo caso, ¡qué bien le hubiera venido a España que González hubiera renunciado a Gas Natural para mantener la referencia de una voz imprescindible!

"Soy un hombre a quien la muerte/ hirió con zarpa de fiera/ soy un novio de la muerte/ que va a unirse con lazo fuerte/ con tan leal compañera". Es el estribillo de la canción de la Legión que se canta en el traslado del Cristo de la Buena Muerte en la semana santa de Málaga. No es estrictamente una canción fascista. La cantaba Lola Montes el 20 de julio de 1921 en el teatro Vital de Málaga; basada en la muerte más o menos legendaria del cabo Baltasar Queija en un enfrentamiento con los rifeños. La recogió e hizo adaptar para el Tercio su coronel, el futuro golpista Millán Astray, el que, al enfrentarse a Miguel de Unamuno el 12 de octubre de 1936 cuando pronunció la célebre frase "¡venceréis, pero no convenceréis", gritó fuera de sí: "¡Viva la muerte!" Así, una canción destinada a fortalecer el ánimo y el coraje de los legionarios que luchaban al servicio de un nacionalismo español que pretendía reivindicarse después del desastre del 98, se ligaba por vía del exabrupto de su promotor al golpe de Estado de 1936. Que la cantaran Cospedal, Zoido, Catalá y Méndez de Vigo no es más que la crónica melancólica, necrofílica y noventaiochista, de otro inmenso desastre.

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