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¿Tengo derecho a ser Rafa Nadal?

Una de mis mejores amigas es inspectora de Hacienda. Oposiciones de grupo A, junto con judicatura, notaría o abogacía del estado. Es una de las personas más inteligentes que conozco. Pero eso no es suficiente. Se licenció en Derecho en Palma y, después de un tiempo ejerciendo como abogada, decidió dejarlo todo para irse a Madrid a opositar. Cuando la crisis empezaba a asomar la patita por debajo de la puerta. Recuerdo que -entonces- la gente pensaba que estaba loca: decir adiós a un trabajo, encerrarse en pisos, colegios mayores y academias para echar horas interminables de estudio. Angustia, ansiedad, noches sin dormir, o dudas sobre si no estaría desperdiciando los -supuestos- mejores años de su vida. Aún en la distancia, viví todo eso de muy cerca, porque siempre que podíamos hablábamos horas por teléfono. Les cuento todo esto porque hay pocas personas que me merezcan más respeto que quienes tienen los redaños de opositar.

Hace un par de semanas, únicamente el 10 por ciento de los que se presentaron superaron el primer examen de oposición al cuerpo superior de la CAIB. Una masacre. Algunos de los aspirantes que suspendieron han denunciado en los medios de comunicación la estructura y contenido de la prueba: 140 minutos para contestar 120 preguntas, algunas de ellas prácticas. Sin que falten enunciados y respuestas confusos. Aseguran que lo normal es que la mitad de los que se presentan superen el primer examen. Todavía quedan dos pruebas y se han convocado 45 plazas, así que es posible que este año queden algunas vacantes.

En un país donde la Selectividad no selecciona -no recuerdo el último año en el que hubo menos de un 90 por ciento de aprobados-, en el que los analfabetos llegan a la Universidad -algunos hasta consiguen dar clase en ella con faltas de ortografía- y en el que casi cualquiera consigue sacarse una carrera, no deberíamos extrañarnos de que los opositores clamen al cielo cuando suspenden. Estamos tan poco acostumbrados a que se nos exija que, por el mero hecho de estudiar, ya creemos merecer una plaza. ¡Me lo merezco! ¡Es injusto! ¡Llevo tres años estudiando y el examen ha sido más difícil que nunca! Y otros argumentos que podría también firmar mi ahijado de ocho años.

Más de 200 temas, cinco exámenes -tres escritos y dos orales-, y mi amiga suspendió el quinto con sólo un mes de tiempo para volver a presentarse al primero de la siguiente convocatoria. Ahora nos reímos cuando nos acordamos de que en ese momento fue cuando se planteó seriamente por primera vez en su vida si Dios existe. Lloró y pataleó conmigo -jamás se le habría ocurrido quejarse de un examen en los medios de comunicación-, para luego secarse las lágrimas y ponerse a estudiar otra vez unas oposiciones que se sacó a la segunda.

Pensar -y decir en voz alta en periódicos, radios y teles- que uno no tiene ninguna responsabilidad en el hecho de haber suspendido un examen, por muy difícil que fuera, supone -indirectamente- dar por hecho que quienes lo han aprobado tampoco tienen nada que ver. Puede ser hasta comprensible que quienes han visto frustradas sus expectativas de conseguir una plaza desahoguen su malestar ciscándose públicamente en la santa madre de los que redactaron el examen, pero el resto deberíamos pensar si -en realidad- la injusticia no la estamos cometiendo con quienes sí aprobaron. Porque, a pesar del escaso tiempo y las preguntas confusas, hubo 60 aspirantes que lo consiguieron.

Desde que se ha impuesto la pedagogía igualitaria, no soportamos que nos digan que hay gente mejor que nosotros. A ver por qué no vamos a tener derecho todos a superar unas oposiciones. Con ese mismo argumento, todos deberíamos poder ser el mejor astronauta, o neurocirujano, o futbolista. O Rafa Nadal. Pero resulta que esto es el mundo real. Que -por mucho que los padres energúmenos insulten al árbitro o a los rivales- su niño no es Cristiano Ronaldo. Que hay muchos periodistas mejores que yo. Que -por mucho que millones de personas jueguen a tenis en el mundo- sólo hay un número 1 en el ránquing de la ATP. Que hay personas maravillosas que mueren de cáncer a los 30 años e hijos de puta que la palman de viejos.

Podemos discutir si este tipo de oposiciones son las mejores para seleccionar a los más cualificados para el cuerpo superior de funcionarios. Si hay que cambiar las pruebas. Incluso cómo se contratará para cubrir las vacantes si no queda bolsa de interinos. Pero todos los que se presentaron sabían cuáles eran las reglas del juego. Y las aceptaron. Juzguen ustedes qué implica intentar romper la baraja porque uno ha perdido. Somos adultos. Eso debería suponer aprender a aceptar las derrotas, por muy dolorosas que sean. Respetar un poquito más a quien ha ganado. Y, simplemente, esforzarnos para tratar de hacer lo mismo en la siguiente convocatoria. Cuando lo consigamos, tal vez incluso podríamos enseñárselo a nuestros hijos. Igual así conseguimos revertir la situación de la educación en este país.

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