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Mi Gran Hermano

Al cumplir cincuenta años, con una puntualidad sorprendente, recibí en mi casa una revista llamada Victoria, "No apta para menores de cincuenta". La editaba una gran corporación comercial a la que no recordaba haber facilitado mis datos. En seguida me vino a la cabeza un recuerdo escalofriante: los cigarrillos que consumía Winston Smith, el protagonista de 1984. Se llamaban "Cigarrillos de La Victoria" y la única ginebra que podía conseguirse en aquella sociedad sometida era "Ginebra de La Victoria". Smith malvivía en las "Casas de La Victoria", conspirando mentalmente contra el mismo régimen al que fingía obedecer con implacable ortodoxia. La ortodoxia, en ese sistema, consistía básicamente en no pensar y en ser permanentemente vigilado.

Según las últimas noticias aparecidas en los medios acerca de la filtración sin nuestro permiso de los datos que cedemos a Facebook a grandes consultoras que luego los venden al mejor postor, parece que nos vamos acercando peligrosamente a ese 1984. Para ilustrar tal suposición escojamos al azar un individuo, español, de mediana edad y de clase media: yo misma. Sin ser abiertamente consciente de ello, apenas me queda intimidad.

A las tres de la tarde, suelen llamar a casa una empresa de telefonía y un banco de los que jamás he sido cliente, por lo que debo suponer que se han hecho con mis datos de forma ilícita o, al menos, alegal. Engatusada por la promesa de conseguir descuentos, regalos o un mísero cheque de tres euros, a lo largo de los años he ido coleccionando tarjetas de tiendas de deportes, perfumerías, librerías y gimnasios. A todos ellos, esta vez sí, he entregado mis datos.

Pero eso son sólo patatillas y aceitunas comparado con el gran banquete de nuestro tiempo: internet. Winston Smith intentaba esquivar las pantallas bidireccionales que controlaban hasta su último movimiento, nosotros, en cambio, pagamos cuatrocientos euros por llevar un teléfono inteligente en el bolsillo del que no nos separamos ni a la hora de dormir ("es que me sirve de despertador..."). Estamos siendo controlados, no tanto por los gobiernos como por las grandes empresas, con nuestro permiso, alegremente, sin óbices ni cortapisas. Hemos cedido hasta el último dato de nuestros gustos, inclinaciones, aficiones, querencias o aversiones sin recibir un euro a cambio y con una sonrisa.

En mi caso, no contenta con facilitar mi nombre, dirección y teléfono a todo quisque, la irresistible atracción de las redes sociales ha hecho el resto. Mi rastro puede seguirse en Instagram, Facebook y Twitter sin apenas obstáculos. En este momento de mi vida me importa más bien poco lo que alguien pueda pensar acerca de lo que digo y hago allí, pero imaginemos que en cinco años decido postularme como alcaldesa de Palma. ¡Qué valiosísimo material habré dejado a mis oponentes! Les he dado prácticamente el trabajo hecho. Claro que podría reclamar judicialmente el llamado derecho al olvido en virtud de la ley de datos europea, pero es más fácil conseguir la anulación matrimonial por parte del Tribunal de La Rota.

Internet es terreno abonado para piratas, timadores y delincuentes y la gente de bien, la que actúa de buena fe, apenas repara en ello. Nuestras cuentas de whatsapp están llenas de troyanos que nos roban hasta el dato más insignificante. Y aun así, seguimos usándolas y publicamos nuestra vida en Internet. Y lo hacemos porque nos encanta compartir, porque somos unos narcisistas de tomo y lomo y porque nos divierte, básicamente. Sin embargo, a veces imagino a un temible Fu Manchú presidiendo una enorme sala con cientos de ordenadores que controlan a la humanidad entera y me entra miedo. Miedo de que sepan dónde vivo, quiénes son mis amigos, a qué me dedico, dónde paso mis vacaciones. Luego reparo en los famosos que venden su vida en las revistas del corazón o en los programas de cotilleos de la tele y caigo en la cuenta de que son mil veces más inteligentes que yo: ellos reciben un buen dinero a cambio y yo dono mi intimidad a Facebook como quien colabora con una ONG.

Me acuerdo entonces del "doblepiensa" de Winston Smith, la capacidad de sostener y aceptar dos creencias contradictorias de manera simultánea y advierto que, quien sea que controla todo este tinglado, me tiene bien cogida.

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