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Antonio Papell

Cambios en el guión

Bélgica es un país frágil, debilitado por los nacionalismos, que, sin embargo, han aprendido a forzar la máquina sin destruir el Estado, quizá porque la madurez intelectual se lo impide y porque son conscientes del alto coste que tendría para todos ellos la ruptura de los equilibrios. La presencia de Puigdemont en territorio belga -sede de las principales instituciones europeas- era un incordio pero la conllevancia con él y con las pretensiones españolas formaba parte del guion ambiguo, un tanto apátrida, que interpretan los belgas en pos de su identidad inexistente. En este clima, el prófugo catalán se sentía cómodo, arropado por su otra familia nacionalista llena de comprensión hacia sus imaginarias tribulaciones.

Pero Puigdemont ha pecado de exceso de confianza. De hecho, es muy probable que los promotores del Procés no fueran conscientes en ningún momento de la envergadura de su conspiración. Acostumbrados desde siempre a cierta marrullería en sus relaciones con el Estado - Pujol, con su política de peix al cove, actuó en todo momento como el comerciante que intenta conseguir el mejor precio para su mercancía-, y un tanto anonadados por la evidencia del lecho de corruptelas sobre el que se había desenvuelto la historia reciente de Cataluña, fueron empujando la bola de nieve del soberanismo, recién descubierto, hasta que el artefacto fue incontrolable, pendiente abajo, rumbo al precipicio.

Los independentistas fueron tensando la cuerda sin encontrar apenas resistencia (el Estado ha vivido pendiente durante años de la gran crisis económica). El referéndum ilegal -según la Constitución española- del 9N de 2014, llamado eufemísticamente "proceso participativo", no fue impedido por el Estado, que se mostraba muy remiso a utilizar los mecanismos constitucionales que permitían al Gobierno tomar el control de la autonomía catalana. Aquella extraña tolerancia envalentonó a los más osados, y la victoria electoral del soberanismo dio alas a una nueva intentona de plebiscito, el del 1-O de 2017, que puso de manifiesto la impericia del Gobierno de la nación y que desembocó en una confusa declaración de independencia. Todo lo cual obligó, entonces sí, a aplicar el artículo 155 de la Constitución, al tiempo que los tribunales tomaban cartas en el asunto, ya que la desobediencia flagrante de la fuerza pública catalana y los excesos de los actores políticos y sociales en pro de la ruptura del Estado tenían indudable relevancia penal.

Lo que empezó pareciendo un forcejeo adolescente ha terminado con graves imputaciones por rebelión, sedición y malversación. Y Puigdemont, el jefe de la banda, que pretendía investirse con una aureola de héroe, está pudiendo comprobar que Europa le repudia sin contemplaciones. En Alemania, la "alta traición", que es como se llama allí el golpismo contra el orden constitucional, se castiga hasta con la cadena perpetua. Debió haberlo previsto el prófugo, que con una ingenuidad conmovedora regresaba por carretera de hacer unos bolos en Escandinavia cuando fue sorprendido por la policía alemana, alertada por los servicios secretos españoles.

Hace ya mucho tiempo que la confrontación entre los secesionistas y los representantes legítimos de los poderes del Estado cruzó el punto de no retorno. Traspasado un umbral, consumado el quebrantamiento de la norma solemne que a todos nos obliga, la política ha de ceder el paso a los tribunales, aunque ello desagrade y alarme sobremanera a quienes, como Felipe González, siguen pensando que el diálogo es la solución. Tienen razón, pero cada cosa a su tiempo.

La detención de Puigdemont marca un punto de solemnidad en la tragedia del gran desentendimiento. De un disenso que ya no puede salirse de sus carriles jurídicos pero que debe seguir formando parte del territorio de la política. La comedia de un "gobierno en el exilio" en Waterloo se ha terminado y el caso catalán se resume en la prosa lacónica y espesa de su propia entidad. Y bien podría decirse que la pelota está, sigue estando, en el tejado independentista porque cualquier solución política ha de pasar -de esto no hay duda- por la condición previa de jugar el diferendo en el terreno de la legalidad. Si el PDeCAT y ERC quieren volver a él, muchos demócratas les estaremos esperando, preparados para derrochar toda la generosidad necesaria.

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