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Sanidad: Menos alarmar y más educar

Convendrá de entrada aclarar que no me referiré a las supuestas conspiraciones sanitarias que suelen publicitarse en las redes sociales, bien por causa de un fundamentalismo inmune a las evidencias -la oposición de algunos a la vacunación sería un buen ejemplo-, bien por suponer que médicos e industria farmacéutica son tapadera de negocietes alternativos y tal sería el caso de las enfermedades cancerosas, que no se curan, aclaran los enterados, por inconfesables intereses económicos de unas sectas empeñadas en ocultar los beneficios de la cúrcuma y otras hierbas.

Obviando lo anterior, asistimos no obstante a un aluvión de noticias que, aunque en ocasiones puedan justificarse, son demasiadas veces exageradas, eliminan los matices o dan por sentado cuestiones pendientes de ratificación y contribuyen a aumentar la ansiedad, sin que de ello se sigan conductas objetivamente más saludables. Empezando por el tabaco y sobradamente conocidos los perjuicios de su consumo, ello no es óbice para que algunas de las medidas consideradas disuasorias se antojen de dudosa eficacia (que si el anuncio sobre sus riesgos ha de ocupar la mitad del paquete, que si las películas en las que alguien fuma han de seleccionarse en su horario de emisión para no fomentar el hábito€) y el empeño parezca muy superior al dedicado a otras lacras sociales que son visibles sin censura que valga: desde el uso de armas a escenas varias de violencia.

Quizá hayan advertido, por lo demás, que no se pone el mismo énfasis en combatir el sedentarismo, tan peligroso como el cigarrillo y, por seguir con éste, al electrónico (e-cig.) se le adscriben males aún por demostrar (neumonías, abolición del reflejo de la tos€), sin mencionar sus ventajas respecto al cigarrillo tradicional (toxicidad un 95% inferior según el NHS inglés) y la utilidad (American Cancer Society) siquiera provisional como alternativa. Respecto a otros reportajes sobre ciertos alimentos y sus peligros, cabrá recordar las campañas contra la carne roja o advirtiendo sobre la nocividad del azúcar. Pues bien: por lo que hace a la primera y pese a la machacona insistencia sobre su influencia en la aparición de algunos cánceres (el de colon en primer lugar) cuando consumida en exceso, cabe subrayar que no existe suficiente evidencia científica para sostener que favorezca cancerización alguna (IARC, en 2015). En cuanto al azúcar, la única recomendación sanitaria es que la ingesta no supere el 10% de las calorías consumidas a diario (50 gramos sería el máximo aconsejable, equivalentes a unas 200 calorías), y todo lo demás carece de fundamento.

En parecida línea, otras controversias sanitarias con eco mediático no balancean, como sería deseable, su utilidad social frente a la intranquilidad generada y, por referirme en concreto a este país, cabría preguntarse el por qué, siquiera para aportar un contrapunto a la mala conciencia con que se pretenden reorientar los hábitos, demasiadas veces con argumentos más que cuestionables, no se pone el acento en recordarnos -para auspiciar un suspiro de alivio, también sanitariamente recomendable- que, en cuanto a longevidad, ocupamos el segundo lugar en el mundo y ello pese a nuestras malas costumbres por un decir, así que imaginen a lo que podríamos aspirar de portarnos como los propios ángeles.

Se publicaba hace unos meses que un 25% (¡!) de los escolares padecerán en algún momento una enfermedad de transmisión sexual, sin hacer en paralelo mención a los modos, sencillos, de evitarla. Que si cuidado con habitar en las proximidades de antenas (tema más que objetable), con el uso excesivo del teléfono móvil (parece demostrada su inocuidad en humanos y será tema de una próxima columna) o, de vez en cuando, se apunta la conveniencia de chequeos periódicos cuando no existe prueba alguna de su utilidad -otra que la de ser una estrategia sacadineros salvo un par de excepciones: revisiones mamarias, de colon- en adultos asintomáticos en su conjunto.

De todo lo anterior y más, aún en el tintero, podría deducirse que se dedica más tiempo y espacio a sembrar la inquietud, demasiadas veces sin respaldo objetivo, que a una educación sanitaria que suplante creencias por certezas y, a este respecto, los poderes públicos, ministerios y consejerías correspondientes, son en buena medida responsables de percepciones sesgadas con relación a los comportamientos adecuados para preservar la salud. La educación sanitaria debiera ser una prioridad y ello exige planificación, inversión, seguimiento y evaluación periódica de resultados, en la convicción de que el conocimiento en dichos temas, más allá de la mediatización por ligereza o intereses varios, es también responsabilidad política y la educación no ha de limitarse a procurar formación para el mercado laboral. En otro caso, seguiremos con el alarmismo que la ciudadanía no merece ni tiene modo de ignorar, así que más formación y menos palabrería. Por ahora una utopía y no es sólo por rimar.

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