Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Ráfagas de tristeza para la esperanza

Me ha sucedido a veces, como supongo que ocurre a la mayoría, quedar preso de un detalle: la escena que en ocasiones pasa desapercibida por irrelevante y sin embargo, de coincidir con determinado estado de ánimo, se convierte en motivo de reflexión y dispara emociones que quizá no surjan frente a aconteceres de mayor enjundia.

Nada excepcional, pero tal vez fuera oportuno meditar sobre ello en el contexto de unos tiempos donde la manipulación de sentimientos es habitual y la compasión, excitada por determinadas noticias e imágenes puntuales, se concentra para, logrado el paroxismo, regresar a esa egoísta cotidianeidad que es terreno abonado para que desigualdades e injusticias prosigan sin empacho ni contestación alguna. Baste con percatarse de la anestesia con que enfrentamos los desastres masivos, cuando lejanos, hasta que la foto de un niño muerto sobre la arena rompe por unos días la generalizada abulia o la indiferencia con que solemos reaccionar a las informaciones diarias sobre decenas, centenares de inocentes masacrados, a no ser que ocupen las primeras páginas por haber ocurrido demasiado cerca cual es el caso de Gabriel, ese inocente estrangulado a los ocho años.

Todos somos, en alguna medida, corresponsables de la escenificación y no sólo sujetos pasivos o meros espectadores de un teatro de conveniencias. Sea por la inmunización en que puede desembocar la reiteración de los dramas, sea por haber asumido nuestra incapacidad para modificar crueldades, eufemismos e inepcias, el caso es que las eventuales indignaciones suelen ser tamponadas por esa avalancha de un más de lo mismo que termina por volvernos, si no impermeables, cuando menos acorchados a lo que no provenga de un entorno próximo y por ello se convierta en tangible amenaza para nuestro cómodo devenir. Es uno de los rasgos característicos de nuestras desarrolladas sociedades, cuyos logros parecen afianzarse en la creciente endogamia, y si como miembros de las mismas nos corresponde una parte alícuota de responsabilidad por mirar hacia otro lado, ello no quita para que, de vez en cuando, tomemos conciencia de que también hay aquí tránsitos ingratos. Me refiero a minucias que nada tienen que ver con enfermedades, desahucios o la miseria, pero despiertan una compasión teñida de solidaridad que, en cierta medida y siquiera por un rato, nos redime.

He comprobado, tras comentarlo más de una vez y observar a quien ha percibido conmigo alguna de las circunstancias motivo de estas líneas, que las sensaciones eran parejas y de ello deduzco que, pese al callo que globalmente creamos respecto a las calamidades ajenas, todavía queda en la mayoría una disposición que apuntala la dignidad. Estoy seguro que se habrán preguntado por la melancolía que debe poseer a ése que permanece acodado largo rato sobre la balaustrada de un puente y con la mirada perdida en el horizonte mientras pasan los coches; por la soledad del niño sentado en cualquier parque y sin participar en el juego de los otros o quizá, en algún cine y a media tarde, coincidir junto a tu pareja o unos amigos con el espectador de media edad que fue el primero en entrar y permanece, solo, sentado frente a la muda pantalla a falta de cosa mejor que hacer. Es ese desencanto que presumimos en tales situaciones u otras semejantes el que despierta, sin análisis, verbalización ni previa disposición, una difusa sensación que induce a preguntarse por lo que habrá detrás del aislamiento, exponente de una supuesta tristeza que, siquiera durante unos instantes, termina por contagiarse.

Son dichos disparaderos, u otros similares, los que a veces abocan a plantearse desigualdades y heridas con mayor perentoriedad que las tragedias noticiables y teñidas de sangre. Porque la sospecha de un padecimiento solapado y alejado de los medios, puede estimular una solidaridad que nos devuelva de paso el propio respeto. Acercarse al sufrimiento o cuando menos a sus atisbos, y conmoverse a su vista, es además un camino para afinar la propia conciencia y adentrarse en el conocimiento de uno mismo con mayor sensibilidad o eso es, en todo caso, lo que he intuido tras recapacitar sobre las reacciones que situaciones como las esbozadas han suscitado en algunos de quienes me rodean. Una constatación ésta que contribuye a mantener la esperanza de que aún es posible regresar colectivamente, desde la interesada inercia con que nos blindamos contra las desventuras ajenas, a mayores cotas de decencia.

Tal es lo que, en mi criterio, significa sentir comezón frente a la soledad del niño mencionado o tras esa calva de quien, en la platea, sólo puede gastar su tiempo sin más compañía que la de sus recuerdos. Seguramente continuarán ahogándose en el mar, vejados/as, muriendo entre explosiones y huyendo del hambre mientras los países democráticos promueven consensos sin otro objetivo que el de procurar no verse concernidos. No obstante, mientras podamos entristecernos, cabe confiar en que no se haya dicho todavía la última palabra para un mundo mejor.

Compartir el artículo

stats