Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Pictogramas

Era escandaloso para mí que una señora mayor insistiera de esa forma tan expeditiva en lo que a mí me parecía antinatural

Le vi algo agitado. Suéltalo ya, le dije. " Verás, aunque hace poco que cumplí los sesenta y ocho, se me hace duro, cuando me miro al espejo, verme como un viejo. Estamos tan acostumbrados a vernos la jeta cada día que no percibimos los cambios. Y si miro mis manos y mis pies tampoco me hago a la idea de que pertenecen a un anciano. Pero tampoco sé si es un espejismo fruto del desplazamiento hacia el mayor número de años con el que se designa hoy cada una de las etapas vitales en los medios de comunicación ( un chico de veinticinco años, un crío; una jovencita de cuarenta años, un hombre de sesenta; un viejo de noventa y cinco), que me produce una cierta perplejidad, o es que, realmente, aunque la edad cronológica sea la que es, es como si tuviera una edad biológica de cincuenta y ocho. Sin embargo la cantidad de gente de mi edad, o incluso más joven, gente que conozco, que está cascando, siento que desmiente esa postergación del encuentro con la Parca. La verdad es que cuando prescindo de esas reflexiones y me olvido de los últimos achaques, también me olvido de que estoy transitando por la primera vejez. La semana pasada tuve dos percances que me han resituado en el tiempo, al modo en que reaccionamos al ver a un antiguo compañero al que no veíamos desde hacía veinte años, ¡Dios, qué deterioro!

Subiendo al autobús de la EMT cedí el paso a una señora que me pareció mayor. Divisé los dos únicos asientos vacíos a mi derecha. Dos pictogramas, uno con la silueta de una embarazada, otro con el de un anciano con bastón y las piernas arqueadas, señalaban a sus únicos posibles usuarios. Sin sentirme aludido por el pictograma (un signo icónico que en su elementalidad visual transmite un significado con simplicidad y claridad, más allá de fronteras culturales, lingüísticas o cognitivas), simple, pero en absoluto claro, me agarré a una de las barras laterales dispuesto a entregarme a mis habituales cavilaciones. De repente, la señora mayor, sentada en el asiento señalado por el pictograma del viejo, se incorporó y dirigiéndose a mí, me ofreció el asiento. Mi primera reacción fue de estupor. Cuando atiné a reaccionar le dije que ¡de ninguna manera!, que muchísimas gracias, pero no, ella tenía preferencia. La señora volvió a sentarse con un ligero gesto de contrariedad. ¡No puede ser!, pensaba yo. Acaso sería un acto de simpatía por haber visto en mi cara algo familiar por el hecho de que participé en un programa de debate de IB3. Apenas habían transcurridos dos minutos cuando la señora se levantó, se dirigió hacia mí y me increpó '¡haga el favor de sentarse!' Te juro que me quedé paralizado. Era escandaloso para mí que una señora mayor insistiera de esa forma tan expeditiva en lo que a mí me parecía antinatural y hasta escandaloso. En estas situaciones mi reacción es casi siempre un tanto catatónica. No sé qué hacer. Por una parte pensé que el resto del pasaje me miraría con desdén (mirad a ese caradura ocupando el asiento de un anciano) y por la otra me invadió el temor de ofender a aquella generosa señora con mis remilgos de dignidad afrentada. Me senté. No pude evitar durante todo el tiempo que duró el trayecto estar escrutando las miradas del resto de los pasajeros esperando encontrar un gesto de indignación o de burla. A la altura de mis ojos el pictograma impugnaba de forma inmisericorde la percepción de mi propia identidad.

Bueno, pues aquí no acaba todo. Unos días más tarde, al subirme al autobús, no encontré ningún asiento libre. Ni siquiera los reservados por los malditos pictogramas. De haberlos, ni con una navaja me obligarían a ocuparlos. Es lo que pasa cuando tu noción de la realidad no coincide para nada con la de los demás. Muchísimo más cuando no son los demás los que señalan tu condición, sino la fría, escueta y desangelada comunicación oficial del poder administrativo. Me dirigí al centro del vehículo. En primera fila de los asientos pareados, a un lado, había sentados dos rapaces de siete u ocho años, agitándose alborozados. Al otro lado del pasillo, su madre, una chica musulmana en la treintena que cubría pudorosamente su cabello con un hiyab, les vigilaba, atenta. Cuando distrajo su mirada de sus hijos y me vio, saltó como un resorte de su asiento y me dijo que me sentara. Aquí sí que se me saltaron todas las alarmas. En milésimas de segundo se sucedieron el estupor, la consideración de las alternativas a mi alcance, y el derrumbe de una autoestima ya severamente dañada. Conjeturé que si en la anterior ocasión cedí a las invocaciones de aquella bendita señora mayor para que no se sintiera ofendida, más debía hacerlo con una chica joven, madre y musulmana que, seguramente, podría interpretar como un desdén racista un rechazo a su ofrecimiento. Protesté. Pero insistió asegurando que sólo le faltaban dos paradas para bajarse. Agradecí su gesto y me senté abrumado por un sensación de vergüenza. Para interpretarla correctamente, fui contando las paradas que fueron sucediéndose. No fueron ni dos, ni tres, sino ocho las paradas que pasaron hasta que la familia se bajó del bus. No era, por tanto, la consideración de levantarse porque ya estaban a punto de bajarse la que le impulsó a levantarse y cederme el asiento, sino porque a sus ojos era la pura representación de alguien en situación irreversible de dependencia por exceso de edad. Me retrotraje a la imagen de la anterior señora solidaria. Ni familiaridad, ni debate, ni IB3, ni leches. ¡Que soy un viejo, joder!" Le dije que se tomara la situación con más filosofía. Se marchó muy erguido. Como si rezumara una energía que sólo tenía en el cerebro. Cosas de la edad, pensé.

Compartir el artículo

stats