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Antonio Papell

"Estado chico", estado suficiente

En los países europeos más avanzados tampoco se discuten el papel del Estado en la regulación, el control y el sostenimiento de los servicios públicos

La genialidad no suele ser absoluta ni abarca a todas las facetas del genio. Así, Vargas Llosa, que ha alcanzado la mayor excelencia en la Literatura, no destaca precisamente por la finura de sus opiniones políticas. Y a veces, incurre en la paradoja de producir hermosos alegatos en inenarrable prosa - La llamada de la tribu„, que adolecen sin embargo de algunas debilidades ideológicas, impropias de una personalidad tan relevante, con nutrida experiencia política por añadidura.

Estas líneas se escriben para salir al paso de la preferencia por un "Estado chico" que manifiesta el Premio Nobel, converso liberal, que narra precisamente en el libro mencionado su evolución desde la izquierda radical de juventud al liberalismo de madurez (lo que le acarreó una ruptura con muchos de sus compañeros de generación y una épica enemistad con el otro puntal literario de la misma, Gabriel García Márquez). El asunto sería banal si no estuviera en juego algo tan serio como la redefinición del Estado en Europa, después de la profunda crisis que algunos atribuimos precisamente a los excesos (y a la falta de principios) del neoliberalismo, traídos a escena por Thatcher y Reagan en los años ochenta del pasado siglo.

No ha prosperado la tesis del 'fin de la Historia' que traía bajo el brazo Fukuyama pero sí están fuera por completo del debate la economía estatalizada, la planificación económica y hasta la redistribución fiscal en su versión más exigente. Sin embargo, en los países europeos más avanzados tampoco se discuten el papel del Estado en la regulación y el control, así como en el sostenimiento de los grandes servicios públicos: educación sanidad, asistencia social. Y si esta es la situación, ¿qué se quiere decir con lo del 'Estado chico'?

¿Acaso debería desertar el Estado de prestación de una sanidad universal garantizada, en cooperación con la sanidad privada pero bajo la batuta del gestor público? ¿Debería desaparecer también la escuela pública, como garante principal de la cohesión social y de la vinculación del sistema educativo a los intereses generales del país? ¿Tendría que renunciar ese estado mínimo a garantizar una pensión digna a todos los jubilados, o un subsidio a los parados y a los enfermos y, en general, a todos quienes, por alguna razón, hayan quedado marginados del sistema? ¿Debería el Estado renunciar a mantener un papel activo, activísimo, contra la violencia de género, no sólo normativizando el asunto sino también protegiendo materialmente a las posibles víctimas y ofreciéndoles un horizonte vital que las redima de su dramática situación? ¿O tendría el Estado que renunciar a ponerse al frente de la I+D+i, que, aunque debe ser nutrida sobre todo por el sector privado, requiere con frecuencia el estímulo público en materia de investigación pura?

Es, en definitiva, muy fácil enunciar improvisadamente la tendencia general pero no lo es tanto descender a lo concreto. Desde Bad Godesberg (1959), la izquierda democrática europea ya no plantea proyectos utópicos, pero sí debe haber alguien en Europa que reivindique el papel civilizador de esta entelequia de progreso que llamamos Estado, que es el que da cobijo y protección a quienes por sí solos no podrían supervivir o que circunstancialmente se encuentran postrados por cualquier razón; el que vela por el buen funcionamiento del mercado e impone la competencia y la transparencia frente a los intereses oligárquicos; el que hace prevalecer el estado de derecho frente a aventureros que quieren vulnerar la voluntad general y quebrar el modelo de convivencia; el que ha de dictar las normas democráticas que establezcan la paz social, contribuyan a resolver los conflictos, faciliten nuestra vida y nos aproximen a la ansiada felicidad?

Ya se sabe que hay y ha habido abusos; que la corrupción es en el sector público una lacra insoportable; que urge una reforma de la Administración que asegure una mayor productividad; que hay que velar contra la elefantiasis de las burocracias, que castran lo privado e interfieren en la iniciativa espontánea. Pero no hay que abogar por el 'estado chico' por capricho sino por el 'estado suficiente'. Si nos quedamos cortos, quienes pagarán el déficit siempre serán los menos pudientes y los más desfavorecidos.

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