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Joaquín Rábago

360 grados

Joaquín Rábago

Dos tesoros por el precio de uno

El famoso lexicógrafo Sebastián de Covarrubias llamó al primer diccionario monolingüe del español, publicado en 1611, "Tesoro de la lengua castellana o española".

Para quien fue también antes capellán del rey Felipe II, la lengua era pues un valiosísimo tesoro a disposición de cuantos aprendieran a manejarse en ella.

Así que doblemente afortunados tendrían que considerarse los catalanes porque tienen no uno, sino dos tesoros: las lenguas de Martorell y de Cervantes, las de Machado y Espriu.

Y, sin embargo, no parece que en su ceguera nacionalista muchos lo consideren así. Para ellos, la lengua que consideran propia es lo que los hace sentirse diferentes, incluso muchas veces absurdamente superiores.

Como escribía El Roto el otro día en una de sus siempre lúcidas viñetas, "el problema no son las lenguas, sino para qué se usan". Para qué y contra quién se usan.

Hay efectivamente quienes lo hacen no para comunicar sus ideas o sus emociones, sino para levantar barreras, tergiversar la historia a base de falsos mitos y excluir al otro o convertirlo en enemigo.

Nadie niega que la lengua catalana haya sido injusta y salvajemente maltratada durante la dictadura franquista y que haya sido también muchas veces menospreciada tras la muerte del dictador.

Pero con todas las imperfecciones que tiene nuestra democracia, y hay que reconocer que son muchas, tal vez incluso demasiadas, no puede decirse que la persecución de las lenguas minoritarias sea hoy por hoy una de ellas.

Todo lo más podría uno lamentar con razón que no tengan mayor presencia lo mismo el catalán que el gallego o el euskera fuera de las respectivas autonomías, sobre todo siendo como son cooficiales.

Pero si, como Covarrubias, consideramos la lengua un tesoro, podríamos decir que, si por nuestro lugar de nacimiento o historia familiar, sólo hablamos una de las peninsulares, eso nos perdemos quienes, a diferencia de catalanes o vascos, estamos en esa situación.

Nunca he entendido por tanto, ni creo que vaya a entender nunca el conflicto lingüístico estallado en Cataluña entre las dos lenguas que allí coexisten.

Escribía el otro día el historiador Joaquim Coll un artículo en el que recordaba que en el primera ley de normalización lingüística (1983), se decidió que ambos idiomas fueran instrumentos de aprendizaje.

Se incluía en ella el derecho del niño a recibir la primera enseñanza en lengua materna, algo que la Administración debía hacer efectivo.

Hasta 1998 no se introdujo por primera vez el concepto de lengua "vehicular" para el catalán, aunque se mantuvo "el derecho a recibir la primera enseñanza en lengua materna y la garantía de una presencia adecuada de ambos idiomas en los planes de estudio".

Algo perfectamente razonable, pero que al parecer desapareció algo más de una década más tarde con la primera ley de educación catalana, en la que, como recuerda Coll, "desaparecieron esas garantías para el castellano".

Tratar el castellano como el inglés o cualquier otra lengua extranjera, reservándole sólo un par de horas a la semana, es puro disparate si se aspira, esto es, a que los escolares lleguen a hablarlo con la misma competencia que el catalán en un entorno familiar y cultural catalanoparlante.

¿A qué se debe la resistencia al estudio en profundidad de ambos idiomas y su empleo indistinto para el aprendizaje de otras materias si no es a la consideración de la lengua sobre todo como instrumento de distinción y segregación?

¿¿Cómo es posible que quienes abogan aquí y allá, todo hay que decirlo, por el inglés como lengua vehicular en la enseñanza se nieguen a dar ese tratamiento a cualquiera de nuestras lenguas vernáculas?

Sobre todo si esa lengua es además la del Estado y, mal que les pese a algunos estólidos, universal como el inglés.

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