Acaba de publicarse -y por alguna extraña razón, apenas se ha divulgado aquí- el índice de calidad de Gobierno de la Comisión Europea que clasifica a los países por la percepción que tienen de lo público sus ciudadanos. Versa, concretamente, sobre imparcialidad de los poderes públicos, corrupción y calidad de los servicios públicos. Como ha escrito un analista español, "no es un indicador objetivo pero está íntimamente ligado a casi cualquier medida de bienestar en una sociedad, de la competitividad económica a la salud y la felicidad".
Pues bien: España ha sido el país europeo que más posiciones ha perdido desde 2013. Hemos pasado del puesto 14 al 19, y ya estamos por detrás de países como Eslovenia, Lituania y la República Checa. En Europa Occidental, sólo vamos por delante de Italia y Grecia. Lo relevante del caso es que semejantes datos no producen extrañeza. Todos, o casi todos, somos conscientes de una decadencia visible de la calidad de la gobernanza, del hasta ahora buen funcionamiento de las grandes instituciones, del riesgo de degradación que corren los principales servicios públicos. Y lo más inquietante es que quienes deberían darse principalmente por aludidos miran pertinazmente hacia otro lado. No es extraña la gran desafección que también reina evidentemente entre nosotros.
