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Figuraciones mías

Balear

Como acto íntimo de conmemoración del Dia de les Illes Balears, el pasado 1 de marzo, al llegar a casa tras pelearme con media Palma por un calamar a la romana y una cerveza caliente en Sa Faixina, busqué en Viquipèdia la procedencia de Balear. Aunque no hay consenso, parece ser que deriva del cartaginés "ba' lé yaroh" que sería algo así como "maestros del lanzamiento". De piedras, obviamente.

Hace unos años, se pusieron de moda en Palma unas camisetas que lucían la leyenda BALEAR seguida de un asterisco. En la espalda, el asterisco se desarrollaba como "Disparar repetidamente con arma de fuego", un americanismo sinónimo de tirotear. Con semejantes mimbres es difícil tejer la fama de pueblo acogedor y hospitalario.

Los esfuerzos que realiza el Govern cada año por estas fechas para que los baleares nos queramos, me recuerdan a los de una madre que, cuando sus hijos se pelean, les reprende: "¡Sois hermanos! ¡Os tenéis que querer!" Desde aquel 'Quatre illes, un país, cap frontera' al actual 'La mar no ens separa, ens uneix' los isleños hemos seguido yendo cada uno por su lado y mirando a las demás islas con recelo. Es este un fenómeno digno de estudio que parece ser que solo acontece en nuestro archipiélago. Un tinerfeño se presenta fuera de su tierra como canario y un coruñés como gallego y un gijonés como asturiano. Nosotros, sin embargo, no somos baleares nunca.

Es cierto que cada isla ha sufrido avatares diferentes y ha sido conquistada por distintos pueblos, pero yo sí creo que late, en el fondo, un corazón común que se llama supervivencia. Los baleares hemos sido flexibles y proteicos, adaptándonos siempre al que nos ha conquistado para no perecer. Por el camino, hemos perdido la fiereza que atribuyó Tito Livio al pueblo balear, que vendía bien cara su piel cuando se sentía amenazado: "Cayeron sobre la escuadra que se acercaba, como si de una granizada se tratase, una profusión de piedras", decía el historiador acerca de los temidos honderos. Las invasiones recientes, sin embargo, las hemos acogido con displicencia cuando no con algo de suicida satisfacción.

Según arrojan los resultados de la mini encuesta realizada a amigos y conocidos venidos de fuera a trabajar en las islas, el rasgo que menos aprecian de nosotros es el de ser escasamente acogedores. Alguno me ha hecho saber que jamás se le hubiera ocurrido que 'forastero' pudiera ser un insulto hasta que llegó a Balears. Nos acusan, de hecho, de ser suficientes y altivos con el extranjero solo si este es de condición humilde y de rendirnos a sus plantas si llega con dinero.

Es, desde luego, la única explicación que encuentro a la facilidad con la que alemanes y nórdicos se han apropiado de Mallorca o Ibiza sin que se oyera a los indígenas proferir una sola queja y, si alguna se oía, su autor era tachado automáticamente de antipatriota y turismófobo. Al final, no han sido los magrebíes y los latinoamericanos los que nos han quitado el trabajo y las viviendas, han sido nuestros vecinos ricos con su gentrificación y su alquiler vacacional y sus cruceros y su alza brutal de los precios los que han provocado una crisis habitacional en las islas y los que nos condenan a un futuro como camareros, pinches y peones.

Es ante esta situación cuando uno echa de menos una actuación más decidida por parte de las instituciones. Que están muy bien las campañas sobre el mar que nos une y los premios y la celebración de lo que sea que pasó un 1 de marzo.

Pero mientras, Baleares se ha convertido en una tierra cada vez más inhóspita para los baleares. Lo peor se está dando en Ibiza, donde resulta imposible encontrar una vivienda asequible ni siquiera para profesionales cotizados, como los médicos. Pero en Mallorca no les vamos a la zaga. Esta escasez de vivienda digna está alcanzado proporciones de catástrofe para una generación. Una catástrofe silenciosa y larvada, pero no por eso menos dramática. Nuestros jóvenes están siendo expulsados de su tierra por sus propios mayores, que han sido incapaces de soportar la tentación del dinero fácil.

No esperen una receta mágica en este artículo. No la tengo. Solo queda apelar al instinto de supervivencia que debería quedar en los genes de un pueblo invadido una y otra vez a lo largo de la historia y que ha llegado hasta aquí para contarlo. Que seamos capaces de convivir con los visitantes sin vender nuestra alma ni la de nuestros hijos. Que sepamos defendernos de nuestra propia codicia. Porque a esta amenaza no podemos enfrentarnos a pedradas.

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