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Las tareas del hogar

He encontrado un titular de periódico que tiene sesenta y pico años: "Las tareas del hogar le dejan a Carmen Martín Gaite poco tiempo para escribir". El titular hacía referencia a la ganadora del premio Nadal en 1957, a quien el periódico llamaba Carmen Martín Gaite de Sánchez Ferlosio, añadiéndole también el nombre del marido (otro escritor, Rafael Sánchez Ferlosio). La novela ganadora era Entre visillos y la noticia venía con dos fotos: una de la autora en la salita de su casa, y otra foto en la cocina, en la que la escritora le daba la sopa a su hija de un año. Carmen Martín Gaite no parecía molesta por ello, al contrario, daba la impresión de agradecer que unos periodistas hubieran ido a verla a su casa y la fotografiasen y le permitieran hablar de su novela. Pero me pregunto qué pensaría Carmen Martín Gaite, treinta o cuarenta años más tarde, si alguna vez se encontrase esa foto entre sus papeles y sus carpetas (es sabido que lo guardaba todo, hasta sus boletines escolares y las redacciones que compuso a los ocho años). ¿Le haría gracia verse fotografiada dándole la sopa a su hija? ¿Le gustaría esa referencia a las tareas del hogar? ¿Y qué pensaría al reflexionar sobre su pasado, sabiendo que nadie le había preguntado a su exmarido, que también era escritor como ella, por las tareas del hogar ni por la sopa de su hija?

Esa experiencia humillante fue compartida por todas las mujeres que nacieron en la primera mitad del siglo XX. Alice Munro, que pertenecía a la misma generación que Carmen Martín Gaite, tenía que escribir en la cocina, y cuando sus hijas la interrumpían porque querían merendar o buscaban un juguete, la escritora les pedía que no la molestaran porque estaba escribiendo la lista de la compra, así que más valía que terminara de escribirla si querían comer al día siguiente. Y la brasileña Clarice Lispector, que también pertenecía a esa misma generación -nació sólo cinco años antes que Carmen Martín Gaite-, tenía que escribir en el salón de su casa, aporreando su máquina de escribir mientras sonaban los teléfonos y sus hijos jugaban y la asistenta -ella al menos tenía asistenta- le preguntaba qué tenía que comprar para la comida del día siguiente. En los años de penurias, que también llegaron, Clarice Lispector tuvo que escribir una columna con consejos de belleza para una revista femenina. Siempre firmaba esas columnas con seudónimo. Unas veces era Helen Palmer, otras era Ilka Soares y otras era Teresa Quadros. Clarice Lispector no se avergonzaba de hacerlo, claro que no -en realidad le gustaba escribir esas columnas-, pero sabía que la iba a desprestigiar mucho como escritora que se difundiera el hecho de que daba consejos de belleza en una revista "sólo para mujeres". Eso no era algo propio de una artista. Y mucho menos, de una artista "seria".

Si esto pasaba en el mundo relativamente sofisticado y avanzado de las escritoras y artistas, da miedo imaginar lo que pasaba en los hogares "normales" donde la mujer ni siquiera podía plantearse que algún día iba a ser escritora o actriz o pintora. Mi madre, por ejemplo, quería estudiar una carrera pero no la dejaron, y en cambio su hermano varón, que no tenía ningún interés en estudiar, desperdició sus años de juventud aparentando que estudiaba algo que no le interesaba en absoluto. Las mujeres son fuertes -muy fuertes-, pero a mi madre le duele esa discriminación que la privó de hacer algo por lo que había luchado mucho. Pero en su época -en los años 40/50- era casi inimaginable que una chica se fuera a vivir a otra ciudad, y encima a estudiar una carrera que no era "femenina", como Filosofía y Letras o Bellas Artes, sino una carrera "masculina" de economía, como quería mi madre. Por fortuna hubo mujeres que pudieron hacerlo, pero en general fueron muy pocas, y las demás tuvieron que resignarse a las "tareas del hogar" y a darle la sopita a la niña, como le pasaba a Carmen Martín Gaite cuando ganó el Premio Nadal en 1957.

Supongo que hay mucha gente que piensa que todo esto ya forma parte del pasado, y además de un pasado remoto que está tan lejos de nosotros como la civilización etrusca, pero no estoy muy seguro de que sea así. En estos últimos años, cuando me han hecho una entrevista nadie me ha preguntado por la sopa de mis hijos ni por las tareas del hogar, dando por supuesto que siempre había otra persona que se ocupaba de ellas. Por supuesto que en muchos casos eso se debía a la delicadeza del entrevistador que evitaba tocar unos temas demasiado personales, pero quizá ya va siendo hora de que los entrevistadores nos pregunten a los varones -escritores o artistas o fontaneros o sindicalistas- quién le da la sopa al niño o quién se ocupa de las tareas del hogar. Aunque sólo sea por variar un poco.

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