Según las últimas encuestas, las elecciones italianas del domingo estarán caracterizadas por un alto porcentaje de abstención. La baja participación nunca ha sido una de las principales características del electorado italiano, más bien proclive al compromiso político que le conceden las urnas. En el país transalpino, desde la posguerra, y hasta 1979, la participación nunca bajó del 90%, una cifra abrumadora, muy por encima de la media de potencias europeas como Francia o Inglaterra en ese mismo periodo. De 1983 a 2008, la afluencia, a pesar de ir disminuyendo, se mantuvo por encima del 80%. En 2013, con un 75%, se registró el peor resultado de siempre que, sin embargo, está poco por debajo del mejor dato registrado en España tras el final del franquismo: un 79,9% alcanzado en las elecciones de 1982.

La actual desafección hacia la política, que hace suponer que se registrará otro descenso en la participación de marzo, no es un fenómeno nuevo ni tampoco restringido a Italia. La antipolítica se está extendiendo con bastante rapidez por Europa y otras áreas geográficas, representada, además, por partidos que predican unas medidas rupturistas y de rechazo a pesar de formar parte del mismo sistema político que se proponen abatir.

Recorriendo la historia reciente de Italia, es posible detectar tres momentos claves para entender esa actitud de gradual y constante abandono de las ilusiones hacia la política de los ciudadanos. En una famosa entrevista realizada en 1981, el entonces secretario del Partido Comunista Italiano, Enrico Berlinguer, declaraba lo siguiente: "los partidos, hoy, no son más que una maquina de poder y de clientelas". Era la primera vez que un político de esa talla denunciaba públicamente la degeneración de los partidos (por lo menos de algunos, ya que no incluía el suyo) y hacía pública aquella "cuestión moral" que, en adelante, se convirtió en uno de sus principales objetivos en pos de una amplia regeneración social. Los años ochenta marcaron también un proceso de alejamiento de la política debido a la saturación ideológica vivida en la década anterior. Los setenta, con un anticipo en el bienio 1968-1969, fueron caracterizados por una radicalización exacerbada de todo lo que olía a política. Una vez terminada esa época, una parte cada vez más abultada de la sociedad civil se alejó de ese exceso de politización.

Diez años más tarde, en 1992, la magistratura destapó una enorme red de sobornos y de financiación ilegal de algunas formaciones políticas, lo que provocó una reacción colérica por parte de una ciudadanía harta de asistir con pasividad a la constante degradación de la política. Como consecuencia de denuncias, detenciones y manifestaciones contestatarias, la Democracia Cristiana y el Partido Socialista Italiano, partidos que habían liderado el panorama político en las décadas anteriores, se disolvieron. Aun así, en las elecciones de 1994 (las primeras que ganó Silvio Berlusconi liderando su nuevo partido, Forza Italia) el 86% de los italianos fue a votar. Sin embargo, dos años más tarde, en las elecciones anticipadas de 1996, ese porcentaje bajó en cuatro puntos, situándose en el 82%. A partir de ese momento, quitando un repunte en 2006, la participación fue menguando.

La etapa actual está caracterizada por un descontento generalizado hacia la política, consecuencia de la crisis económica de los últimos años, de una tasa de desempleo del 11,2%, solo por delante de España y Grecia en Europa, y de un paro juvenil situado alrededor del 32% (aunque hace pocos meses rozaba el 40%). Y son precisamente los jóvenes los más escépticos a la hora de ir a votar. La falta de líderes políticos creíbles, los casos de corrupción, la presencia en algunas listas de los denominados "impresentables" -aquellos candidatos con algún que otro problema pendiente con la justicia- y la generalizada sensación lampedusiana de que, gobierne quien gobierne, todo seguirá igual, harán posible que más de un italiano acuda a votar el 4 de marzo "tapándose la nariz", tal y como sugería en su día Indro Montanelli.