El debate sobre los límites impuestos a la libertad de expresión afecta al nódulo central de lo que constituye una democracia.

De entrada, la respuesta a este dilema es sencilla: en democracia, la libertad de expresión representa un derecho absoluto que enriquece el mosaico de la pluralidad política e ideológica. Por ello mismo, las excepciones a dicho principio general deben darse sólo por causas especialmente justificadas, que además no pueden desligarse del contexto histórico y del ámbito de aplicación de la ley.

En este sentido, resulta interesante analizar dónde se sitúan las fronteras a la libertad de expresión en otros regímenes parlamentarios consolidados. Pensemos en los Estados Unidos, cuya Primera Enmienda a la Constitución recoge una protección completa a la libertad de expresión, que incluiría lo que se denomina el "discurso del odio", pero que en ningún caso ampara las amenazas de violencia -o true threats- dirigidas «a una persona o grupo de personas con la intención de colocar a la víctima con miedo a sufrir algún tipo de daño corporal o la muerte».

Un estadounidense puede quemar la bandera de su país en una manifestación contra el gobierno o refutar en una web que haya tenido lugar el Holocausto (negación que sería delictiva en Alemania); en cambio, no puede publicar en una red social que se deba cometer una matanza en un colegio determinado o asesinar a una persona concreta.

A un rapero como Eminem se le permite decir en televisión que odia a Donald Trump -como hizo en la canción "Storm"-, pero no puede pedir su muerte, como ha sido el caso del músico mallorquín Valtonyc, al cantar: «Jorge Campos merece una bomba de destrucción ya que queremos la muerte de estos cerdos; llegaremos a la nuez de tu cuello, cabrón, encontrándonos en el palacio del Borbón, Kalashnikov», por lo que la jurisprudencia parece coincidir en este caso con la interpretación del Tribunal Supremo español.

El caso Valtonyc no gira solo sobre la polémica de los límites a la libertad de expresión, sino que afecta a un bien jurídico también relevante como es el derecho a la creación intelectual.

La ley ampara que un artista bordee los límites imprecisos del lenguaje, precisamente porque confía en el discernimiento del espectador, capaz de distinguir entre realidad y ficción. Sin embargo, tampoco este principio es absoluto cuando concierne a cuestiones medulares que puedan poner gravemente en riesgo la paz social o la seguridad de las personas. En realidad, la democracia no es un mero edificio formal que se desentienda de los grandes valores que la sustentan, sino un espacio de encuentro en el que se deben alentar las virtudes cívicas.

Al rapero Valtonyc el Tribunal Supremo lo ha condenado a tres años y medio de cárcel por ofensas a la Corona, enaltecimiento del terrorismo y amenazas a ciudadanos concretos.

Se trata de delitos tipificados por el Código penal que, como es lógico, reclaman ser ponderados por los jueces, atendiendo al contexto y al riesgo concreto. Y llevados al caso del cantante mallorquín, y aun con las consideraciones hechas sobre la colisión de derechos, no parece que una condena que implica un ingreso inevitable en prisión sea un castigo proporcional a los hechos enjuiciados.

Las letras de esas canciones, indiscutiblemente reprobables, no merecen mayor comentario ni sobre su contenido ni sobre su calidad artística, pero esta no es aquí la cuestión. El objeto del litigio es si merece la pena sancionar con penas de cárcel unas expresiones cuya relevancia real es mínima y que podrían haber sido castigadas por otras vías. La respuesta es que no.

Comprometer un derecho fundamental como la libertad de expresión en un caso como este -en una semana en la que ha coincidido además con otros hechos como la retirada de una exposición en Arco que se refería a ´presos políticos´ o de un libro sobre el narcotráfico en Galicia-no resulta acertado en una democracia en la que todos, incluidos aquellos que la cuestionan con mayor dureza, tienen cabida. El remedio habrá sido peor que la enfermedad.