La naturaleza y el hombre interactúan desde hace milenios, aunque nunca con la intensidad de estos dos últimos siglos. Los efectos contaminantes de la industrialización, el imparable crecimiento demográfico o la aparición de nuevos materiales -como el plástico-, que se acumulan en forma de basura, están provocando profundas transformaciones en el medio ambiente, hasta el punto de que algunas teorías científicas -perfectamente ilustradas por el profesor Manuel Arias Maldonado en su reciente libro Antropoceno- sugieren que nuestro planeta ha entrado ya en una nueva era geológica, marcada por la actuación del hombre. La desaparición de especies, la transformación del paisaje, el agujero en la capa de ozono y la polución de las aguas, la tierra y el cielo son exponentes de este preocupante cambio medioambiental. De ahí la necesidad de consensuar un plan de acción global que permita preservar ese hogar común que es nuestro planeta, antes de que sea demasiado tarde.

La apuesta ecologista constituye, por tanto, una necesidad ineludible, compartida por un número cada vez mayor de países, no sólo en el mundo desarrollado. De Japón a China, del Norte de Europa a los Acuerdos de París sobre la reducción de las emisiones de CO2, el impulso de una agenda que atenúe los daños medioambientales es un constante a nivel gubernamental. En este contexto hay que situar el borrador de la ftura ley de Cambio Climático, que pretende aprobar el Govern balear antes de febrero de 2019. Muchas de las medidas, presentadas este jueves por Francina Armengol y el conseller Pons, sitúan nuestro archipiélago en la vanguardia europea del cambio de modelo energético. La paulatina sustitución los coches diésel (a partir de 2025) y de gasolina (diez años más tarde), el completo reemplazo de las farolas en calles y carreteras por alumbrado de bajo consumo, o la zonificación de parques fotovoltaicos marcan la pauta de un futuro sostenible que debe acelerar la innovación, pero que, a su vez, tiene que ajustarse a los ritmos que marca la tecnología para garantizar su viabilidad.

Porque, si no queremos que esta ley quede en una mera declaración de buenas intenciones, resulta crucial ajustar bien los deseos a la realidad y ser muy conscientes de que un cambio de modelo energético de tal magnitud exige una fuerte inversión pública, a fin de minimizar los costes asociados a la iniciativa del Govern. El coche eléctrico, por ejemplo, todavía es caro y su desarrollo a nivel masivo depende más de la decisión de los grandes mercados mundiales -China o Estados Unidos- que de lo que legislen ciudades o regiones concretas de Europa. Parece lógico que una generosa política de subvenciones ayudará a impulsar dicha renovación de flota, del mismo modo que va a ser preciso crear una potente infraestructura de carga -las famosas electrolineras-, tanto en carreteras como a nivel privado en los garajes domésticos. Cabe preguntarse, en este sentido, si se incentivará que las comunidades de vecinos coloquen una red de enchufes en las plazas de aparcamiento y, asimismo, si la red eléctrica existente en Balears será capaz de asumir la nueva demanda. Por otra parte, cabe también preguntarse qué sucederá con los híbridos y con los automóviles que funcionan con pilas de hidrógeno, por los cuales apuestan algunos productores -como Toyota o BMW- en sus planes de innovación. Finalmente, no podemos obviar la crucial importancia que para el medio ambiente tiene el pool de electricidad; es decir, cuál es la fuente que se emplea -del contaminante carbón a las renovables- para generar la electricidad que consumimos. Muchas preguntas que enmarcan el desarrollo y la viabilidad de una ley que no puede quedarse sólo en varios titulares llamativos.