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Antonio Papell

La descomposición del soberanismo

Era fácil de prever: la imposibilidad de la independencia de Cataluña tenía que tener consecuencias en la cohesión coyuntural del soberanismo ideológicamente heterogéneo que se había propuesto forzar la segregación.

Como es bien conocido, CiU y ERC han vivido de espaldas durante toda la etapa democrática. CiU representaba al catalanismo burgués, del que Pujol era representante genuino y ERC, en tiempos de Heribert Barrera, era una pequeña formación política heredera de la que había intentado por dos veces la separación de Cataluña y que representaba a una izquierda radical, anacrónica, de escasa envergadura. La incompatibilidad entre ambas formaciones quedó clara en 2003, primeras elecciones autonómicas a las que ya no se presentó Pujol, cuando ERC, con Carod-Rovira al frente, en lugar de aliarse con CiU, que había ganado las elecciones en escaños, (aunque no en votos), lo hizo con el PSC y ICV-EUiA para dar lugar al tripartito presidido por Maragall.

En 2010, con el tripartito en imparable declive, CiU ganó las elecciones con Artur Mas al frente y 62 escaños (a seis de la mayoría absoluta), y en lugar de pactar con ERC de Puigcercós, gobernó en solitario con apoyos puntuales? del Partido Popular. Pero Mas, ambicioso, quería hacerse con la mayoría absoluta y en uno de los errores históricos más aparatosos que se recuerdan anticipó elecciones en 2012? con un resultado desastroso: perdió 12 escaños en tanto ERC, ya con Junqueras, lograba 21. Aquella catástrofe explica que Mas, inseguro, tras su conversión oportunista y poco creíble al independentismo que le proporcionó el apoyo de las organizaciones sociales (ANC y Ómnium Cultural), forzase la creación de Junts pel Sí, que le otorgaba graciosamente el liderazgo de la entente soberanista? Con la mala suerte de que se cruzó en su camino la CUP, que le vetó por su propia biografía, por lo que hubo que buscar y colocar precipitadamente a Puigdemont al frente de la Generalitat.

Así las cosas, a nadie extraña que ERC, cuyo líder esta en prisión desde primera hora por el intento de golpe de mano, vea con gran escepticismo las piruetas de Puigdemont en pos de una legitimidad que no le corresponde y sin tener en cuenta las consecuencias que para Cataluña y para la sociedad y la política catalanas tendría una nueva ruptura de la legalidad como la que pretendía que impulsase la Mesa del Parlament. Era claro que si Roger Torrent hubiera convocado la sesión de investidura con Puigdemont en un plasma interviniendo desde Bruselas, volveríamos al punto de origen que dio lugar a la aplicación del 155 de la Constitución.

Es hora, en fin, de que los partidos se reúnan con sus antiguas clientelas (en caso de que la antigua CDC, con el 3% en caliente, le quede realmente alguna en circunstancias normales) y de que tanto el PDeCAT como ERC se planteen si realmente es posible mantener una colaboración con la CUP, que es independentista pero para facilitar la salida de Cataluña de Europa y la marcha hacia una utopía colectivista.

En realidad, el fracaso del independentismo debería relegar la política oportunista y traer argumentos sociológicos, económicos y éticos a la escena catalana. No es lícito profundizar ni un día más en la fractura de una sociedad como la catalana, dividida al 50% entre soberanistas y unionistas, cuando es evidente que con estos datos no se conseguirá ni el referéndum de autodeterminación ni el apoyo internacional que tendría que plegarse a la evidencia si existiera de verdad una mayoría clara, rotunda, partidaria de la secesión. Además, no tiene sentido seguir causando daño a la economía catalana -al bienestar colectivo- sabiendo como se sabe que el sacrificio no servirá para nada. Tras lo ocurrido, lo lógico sería que el nacionalismo sensato, que tiene que haberlo, viera que lo urgente es la recomposición de las instituciones de autogobierno para recuperar la prosperidad perdida y la convivencia dañada, antes de plantear de nuevo un proceso de autodeterminación, si le quedan ganas de intentarlo de nuevo.

Y en esta nueva etapa, el binomio creativo derecha-izquierda debe volver a pesar más incluso que la inane división entre nacionalistas y no nacionalistas, que segrega y rasga la convivencia y la normalidad.

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