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Érase una vez...

Czeslaw Milosz -uno de los más grandes poetas europeos del siglo XX- habló sobre la inseguridad que padecemos ante la existencia de una verdad que no sea cinematográfica. Que no pertenezca a la imagen. Se refería a los Estados Unidos, pero ya todo es lo mismo. Nada que no estuviera en el cine existía, venía a decir. Tomaba como ejemplo el viaje a China de tres representantes de las religiones monoteístas con el fin de recoger información sobre la discriminación de los budistas tibetanos. La causa de ese viaje era la reciente proyección de dos películas sobre el Tíbet y la represión china. A partir de ahí, la opinión pública empezó a exigir actuaciones en favor de los tibetanos. Antes, nada de nada.

"¿Todo lo que se había dicho y escrito hasta ese momento, no valía?", se preguntaba Milosz refiriéndose al caso China-Tíbet. ¿Sólo podía ser Hollywood el medio para que cualquier conflicto calara en la conciencia e imaginación de la sociedad? Y el poeta se cuestionaba si no existía ya más realidad que la inventada y ordenada en la pantalla de una forma que ninguna mente libre lo hace. Porque ninguna mente libre -repito: libre- crea un sistema que reduce el mundo a una serie de planos destinados a llamar la atención del espectador y retenerla.

Ahora el cine de Hollywood ha descubierto que su mundo es poco menos que un burdel saturado de chulos y otras formas de perversión y abuso de poder, donde las mujeres -y algunos hombres- son sojuzgados sexualmente a cambio de trabajo, o de permanecer en el candelero del star-system. El cine ha creado, pues, una realidad que ya existía y ahora se presenta como nueva y como nueva se le exigen normas, conductas y comportamientos que nunca tuvo. Purgas y humillaciones públicas se exigen a cambio de las purgas y humillaciones privadas sufridas en silencio.

Supongo que es inútil decir que ya existían las insinuaciones de todo tipo en las viejas y temidas crónicas de Louella Parsons y existía también aquel libro -que tantos leímos en los 70- titulado Hollywood-Babilonia, de Kenneth Anger, donde se retrataba la meca del cine como una orgía perpetua. Existía el conocimiento popular de lo que eran los estudios y las fiestas y los productores y las actrices y los actores y todo estaba escrito, archivado y reconocido en el imaginario social. Y existía una extensa bibliografía al respecto -recuerdo ahora el superventas Fabricante de estrellas, de Henry Denker, y su retrato de la Sodoma y Gomorra hollywoodense, pero hay docenas de ellos- e incluso alguna película reciente basada en una novela de éxito: L.A. Confidencial, por ejemplo. También ahí una subtrama de pornografía y chantaje tenía en las aspirantes a actriz famosa su caladero. Pero no; es como si nada de esto pudiera ni imaginarse: se acaba de descubrir. Descubriendo de paso que un tipo con aspecto de cerdo se comportaba como un cerdo en la mesa de su despacho, etcétera. Será que en EE UU nadie cree en la fisiognómica.

Pero echemos el freno y quedémonos en casa, que ya he dicho antes que todo es lo mismo ahora. Puestos a hablar de verdad y ficción -o de la irreal realidad del cine y su relación con el imaginario popular-, recalemos en la serie. La serie es "La Serie", o sea En vida teva o La Gran Decepción. Aquí ha pasado al revés que en Hollywood: la imagen no ha hecho suya la realidad. Que la mitad de espectadores abandonara antes de llegar al ecuador de su emisión es más que un síntoma y por si no fuera la mejor crítica posible, enseguida han llegado las demás. Las escritas, quiero decir. Todo esto liga -no crean que es un volantazo- con las palabras de Milosz sobre la inexistencia de una verdad que no sea cinematográfica; en este caso, televisiva. Y aquí ha habido un conflicto entre la crónica y su representación. ¿Su representación o su soslayo?

Nadie se sentó a ver la serie que emitía IB3, sino que todos nos sentamos a ver la serie que llevábamos en la cabeza y que la televisión autonómica -creía el espectador- debía confirmar punto por punto, o más o menos. El reto, pues, era imposible de superar. Y llegó el chasco: nada era como nos habían contado meses atrás y al no serlo nos quedábamos sin verdad filmada; es decir, sin verdad. ¿Existió, pues, alguna vez lo que no vimos la noche del lunes? Recordamos el lejano titular: "Se grabará una serie sobre el affaire del obispo", algo así decía el titular. Se alzaron las cejas, se abrieron los ojos y se levantaron las orejas: en la tribu y fuera de la tribu. Se habló de El pájaro espino. Todos recordaban otros titulares, fotografías, opiniones e informaciones (de tan frescos todavía eran actualidad) publicados meses atrás. Efectivamente, sin imaginación alguna, ahí había ingredientes para una serie televisiva, pero aquí morimos por falta de presupuesto. Aunque no sea ésta la causa mayor.

La contemporaneidad exige que nuestro deseo sea satisfecho. Inmediatamente, a ser posible. Es un gran error, pero es así. Y la televisión juega a eso. Cuando una serie basada en hechos reales -y esta NO lo es, por mucho que digan los créditos- es mala, no lo es tanto por serlo intrínsecamente como porque no refleja el deseo colectivo (y el morbo de los que critican que se haga algo así, pero luego la comentan sin parar). La historia que nos contaron los periódicos no fue esta. ¿Se encierra la verdad en los periódicos? Tampoco: son otras maneras de retratar e interpretar la realidad. Como lo es la televisión. Pero en el imaginario colectivo la serie ya estaba hecha y vista para sentencia. Sólo que cuando la han emitido, cualquier parecido con la realidad -perdón con la verdad televisiva- ha sido pura coincidencia. O sea, no ha sido. Al poeta Milosz le habría parecido una buena noticia.

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