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Fracaso del multipartidismo

El modelo electoral español, compendiado hoy en la LOREG (Ley Orgánica de Régimen Electoral General), que ya se utilizó por primera vez en forma de decreto-ley en las primeras elecciones del 15 de junio de 1977 y que desde entonces ha sufrido algún maquillaje pero permanece intacto en sus características fundamentales, fue elaborado conscientemente para dar lugar a un bipartidismo imperfecto. Los impulsores del proceso de la transición temían una excesiva dispersión del voto "a la italiana", donde la proporcionalidad pura dificultaba grandemente la gobernabilidad, y querían asimismo que, además de dos grandes partidos, uno de centro-derecha y otro de centro-izquierda, tuvieran cabida en el Parlamento los comunistas y las minorías nacionalistas de la periferia, especialmente la catalana y la vasca. Lo lograron, sin duda. Desde 1982 hasta 2015 ha funcionado el bipartidismo imperfecto, con resultados opinables en cuanto a la calidad democrática conseguida pero, en cualquier caso, con indiscutible eficiencia. Se ha legislado con profusión, los gobiernos han sido estables y la alternancia ha tenido lugar con normalidad y sin saltos súbitos.

En las elecciones generales de 2015 (en realidad, ya había habido un aviso en las elecciones europeas de 2014), el bipartidismo menguó extraordinariamente a pesar de los rozamientos de la ley d´Hondt, hasta el punto de que PP y PSOE ya tan sólo representaron conjuntamente el 54,2% de los votos (en las elecciones de 2008, habían llegado a sumar el 83,8%). Con los resultados de 2015, no hubo forma de conseguir una mayoría de gobierno y hubo que convocar nuevas elecciones en 2016, que sí permitieron formar gobierno después de una gran zozobra; PP y PSOE sumaban entonces el 54,6% de los votos.

Rajoy consiguió, en fin, la investidura, después de que el PSOE se quebrase internamente por esta causa (un sector, después se vio que mayoritario, se negaba a facilitar la investidura de su adversario) pero no puede decirse que la legislatura está resultando fecunda. La crisis catalana influye sin duda en la parálisis institucional en que nos encontramos pero no la explica por completo. Porque lo cierto es que ni el Gobierno es capaz de proponer y sacar adelante grandes leyes de reforma, ni siquiera la oposición sabe/puede/quiere conseguir determinados consensos en asuntos de Estado que ahora en teoría se podrían lograr con más facilidad. Se ha conseguido un gran acuerdo sobre violencia de género, que es una cuestión muy relevante pero con poca materia polémica, pero no se avanza en el consenso educativo, ni en el de la seguridad interior -que debería humanizar la llamada ley mordaza-, ni siquiera se logra producir la normativa programada por el sistema de la que depende el proceso político. Es extraordinariamente difícil lograr apoyo para los presupuestos generales del Estado, y su confección parece más una subasta que un acto político de razón y de voluntad, y no hay modo de poner en marcha la reforma de la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), cuya renovación debía haberse realizado preceptivamente hace dos años por imperativo de la propia ley. Por supuesto, tampoco parece ir por buen camino la reforma de la Seguridad Social, cuya sostenibilidad está en juego, y cuyas prestaciones reducen año tras año el poder adquisitivo de los pensionistas.

En la cuestión catalana, los partidos claramente constitucionalistas -PP, PSOE, Ciudadanos- han presentado un inquebrantable frente común en lo esencial, pero esta unanimidad en la defensa de la razón de Estado es independiente del régimen de partidos. Lo cierto, y lo descorazonador, es que no se ha conseguido hilvanar un verdadero proceso político mediante intercambios creativos, trueques operativos, acuerdos de progreso que al cabo beneficien a la colectividad.

Tuvimos una cultura del consenso, que nos sirvió a los efectos fundacionales del sistema, pero no hemos desarrollado después -probablemente porque no ha hecho falta a causa del bipartidismo- una cultura del acuerdo. Algo que deberíamos conseguir sin más demora, tanto si se reforma el sistema electoral para volverlo más proporcional como si no.

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