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Las cuentas no me salen

El Gobierno español dice que las cuentas empiezan a cuadrar. Que el año pasado consolidó la recuperación económica, que nuestras finanzas crecen por encima del tres por ciento por tercer año consecutivo, situándose por encima de la media de la zona euro. He escuchado, atónito, al presidente del Gobierno pronunciar que esa reparación económica "cada vez se nota más en la vida de los ciudadanos". Le escuché atentamente (si el sujeto de escucha concienzuda es Rajoy, comprenderán que ese hábito adquiera dimensiones de oxímoron) y luego miré a mi alrededor. Miré desde mi balcón, a través de las ventanillas de los autobuses, de los escaparates de las tiendas y restaurantes mientras paseaba la ciudad y llegué a la conclusión de que la crisis dejó de ser una excusa para convertirse en un mensaje emocional.

Es tan sencillo como empezar a escribir discursos en los que la palabra crisis esté acompañada de verbos pretéritos y referencias al pasado. Ese mensaje, independientemente de que sea cierto o no, desbloquea nuestro cerebro, libera a nuestra amígdala del peligro de la crisis alejando la amenaza en el pasado y retomando las acciones que entonces nos hacían sentir que habitábamos un Estado de bienestar. Creemos que la crisis ha finalizado porque nos han dicho que ha finalizado.

El relato oficial marca el punto final con la misma indiferencia con la que nos señaló como culpables del despilfarro, de querer disfrutar de una comodidad que estaba por encima de nuestras posibilidades. Esa consigna no debería olvidársenos nunca. Y como si de una orden telepática se tratase, la ciudadanía cree en la palabra de los mismos que ayer le mintieron y sale a la calle sonriente. Y se carga de bolsas de regalos y reserva mesa en los restaurantes. Escucho que cuentan, con el tono de quien narra una leyenda, que los bancos están volviendo a dar crédito y que todo está volviendo a su orden normal porque el mercado inmobiliario se está recuperando, porque se vuelven a vender pisos y los alquileres suben.

Ya no sé si estoy protagonizando un capítulo de Black Mirror o es que la sociedad contemporánea ha llegado a unos niveles históricos de pusilanimidad. Basta que el Gobierno diga que ya no hay crisis, que podemos salir y consumir, que la recuperación es una realidad, para que nuestro cerebro reaccione a la consigna con el inconsciencia de una hipnosis colectiva. Seguimos cobrando lo mismo, mantenemos las mismas deudas, seguimos pagando una desorbitada factura de la luz, apenas podemos calentar nuestros hogares sin miedo al descalabro de la economía familiar pero sentimos que todo está mejor, que hemos mejorado y que cualquier tiempo pasado fue peor.

Puede que a Montoro le salgan las cuentas pero a mí, que vivo en el mundo real y no en la dimensión desconocida de la macroeconómica, no me cuadran. Podría llenar este diario con ejemplos y datos que desmienten el argumento del Gobierno pero solo voy a emplear uno. Un 50% del salario de los españoles se va en pagar una vivienda, ya sea a través de una hipoteca o de un alquiler. El 47% de los trabajadores en España cobra menos de mil euros al mes. No lo presupongo yo. Lo afirmó, en 2017, el sindicato de técnicos del ministerio de Hacienda. Del porcentaje restante, el 23% tiene un salario inferior a los 2.000 euros mensuales brutos. Los alquileres, en ciudades como Palma y en inmuebles de una dignidad básica, no bajan de los 700 euros al mes. Supongo que habrá ciudades más económicas que otras pero, salvando esas diferencias naturales, ¿de verdad le salen las cuentas al Gobierno? ¿De verdad es una buena noticia que el 47% de las familias españolas tenga que vivir, en el mejor de los casos, con trescientos euros al mes?

La desigualdad salarial de los trabajadores, a diferencia de la crisis, no es un estado emocional. No es una valoración subjetiva. Esa divergencia ha aumentado un 3,8% desde 2007, haciéndose especialmente intensa en los últimos tres años. La Comisión Europea, tras analizar la situación socioeconómica de los países miembros, destaca que España, junto a Grecia, Rumanía y Bulgaria, tienen el mayor índice de desigualdad del continente. La tasa de pobreza aumenta, nuestra renta disponible cae en picado, nuestros jóvenes abandonan los estudios muy temprano€ pero podemos felicitarnos: la crisis ha terminado. Salgamos a celebrarlo.

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