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Ramón Aguiló

Sin red

Ramón Aguiló

La rotonda de las garzas

Ocurre a veces algo inesperado, un acontecimiento no previsto que altera la visión de la realidad. Uno de los sitios preferidos para encontrarse con hechos inesperados está en las redes virtuales: YouTube. Internet ha posibilitado el acceso a una concentración tal de acontecimientos raros que puede hacernos cambiar el significado de los adjetivos. En realidad se podría decir, y quizá es uno de sus principales atractivos, que internet es el espacio virtual que posibilita lo inesperado, es decir, nos coloca fenomenológicamente en el trance de espera de lo inesperado, lo cual supone una violenta cesura respecto al mundo existente antes de la globalización informática. Más allá del cambio existencial que ha supuesto la técnica del teléfono móvil, que puede suponer un cambio civilizatorio, pasar del estar ahí solo a estar conectado y localizado en todo momento, el acceso directo por el mismo a internet, multiplica exponencialmente la posibilidad de lo inesperado. Aunque habría que hacer una división abrupta entre aquellos que hemos vivido analógicamente la mayor parte de nuestra vida activa y los que ya la han iniciado en el mundo digital. Que podría ser la diferencia entre los que estamos educados en un mundo previsible, sólo perturbado por lo inesperado, para bien o para mal, y el resto, educado en el mundo virtual, donde se ve lo imprevisible y donde se está a la espera de lo inesperado, que deja de serlo. ¿Cuáles pueden ser las consecuencias existenciales para la vida real misma, qué tan diferente va a ser de la virtual a la que se tiene tan fácil acceso? No tengo respuesta para ello, pero aventuro que no todas van a ser positivas. La vida antes de internet, era una vida que tenía parentesco, aunque lejano, con la horaciana, ahora nos hemos desgajado ya de la misma y avanzamos epilépticamente sobre un frenesí que no sabemos adónde nos conduce.

Este año deberíamos imponernos el reto de patearnos la ciudad de punta a punta, pues el alcalde Noguera ha asegurado que vivirá la transformación más importante de su historia. Lo que hasta ahora ha avanzado no es que sea para tirar cohetes pero, dada la creatividad del personaje, seguro que nos va a sorprender con algún acontecimiento deslumbrante. Yo confieso ser un poco renuente a la prosopopeya de los políticos anunciando grandes y espectaculares cambios. Pertenezco a la escuela de Karl Kraus que decía que "de una ciudad en la que he de vivir, exijo: asfalto, llaves del portal, calefacción, agua corriente. Ameno ya lo soy yo". Claro que en Viena hace mucho frío, la tarta Sacher está sabrosa y a todas horas dan la vara con su ópera, sus operetas y su Strauss y El Danubio azul. En Palma podríamos decir algo parecido: señor alcalde, déjese de frases rimbombantes, que esconden realidades más bien prosaicas; no nos asombre, por favor, simplemente, háganos la vida más fácil. Por ejemplo, cuando nos avise para pagar el IBI, no nos complique la vida y díganos cuánto tenemos que pagar y dónde; y no nos líe haciéndonos buscar códigos personales en la página web de la Agencia Tributaria, que hay personas mayores. Haga limpiar la ciudad y no siga estropeando un servicio de recogida de trastos que antaño funcionaba tan bien. Sus experimentos me recuerdan aquel municipio vasco gobernado por Bildu en el que se empeñaron los abertzales en establecer un sistema perfecto de recogida selectiva de unos diez tipos diferentes que, tanta incomodidad sembró entre sus votantes, provocó que fuera barrida tanta perfección en las siguientes elecciones. Así, cuando paseemos por cualquier rincón de la ciudad con la filosofía del flâneur, y molestos por la visión de los distintos tipos de cableado eléctrico y telefónico, dejemos de admirar algún edificio interesante y dirijamos nuestra implacable pulsión escópica a ras de suelo no nos embargará este sentimiento de derrota que genera la suciedad y los rimeros de bolsas y trastos, el abandono.

El 'flâneur' es, por definición, un paseante, pero a veces incluso un automovilista puede gozar inesperadamente de la ciudad. Hace unos meses, circulando en torno a la rotonda que hay en el cruce entre el camí dels Reis y la carretera de Establiments, descubrí que los milagros no sólo se pueden dar en el campo o en oscuras cuevas, ofreciéndose a niños llamados Lucía, Francisco, Jacinta o a la adolescente Bernadette Soubirous, sino en el interior más anodino de una ciudad; el milagro era una blanquísima garza picoteando el césped de la rotonda. Me encantan las garzas. Solía ver alguna aleteando solitaria más allá de los molinos de Búger, cerca de Murterar o en el parc de l'Albufera, alternando con avisadors o fotges, pero nunca en medio del fragor de zambra del tráfico ciudadano. Cuando hace pocas semanas volví a pasar por la rotonda no era una la garza que escudriñaba el césped de la rotonda. Las conté y me parecieron cinco o seis. Volví a pasar y eran diez. Desconozco la atracción que puede haber ejercido la rotonda sobre tan magníficas y hermosas aves. Serán insectos, gusanos o semillas de resembrado de césped, pero la constancia de su presencia parece revelar una voluntad de permanencia superior a la de una alimentación esporádica. ¿Cuál será el secreto de las garzas? No tengo ni idea. Pero lo que sí puedo asegurar es que su primera inesperada presencia y los posteriores avistamientos me han generado algo parecido a la felicidad. El preternatural blanco de sus plumajes, contrastando con el verdor de la vegetación de la rotonda, recorriéndola con movimiento browniano, tenía la misma magia que los copos de nieve que por primera vez vi, en 1956, cuando tenía seis años.

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