Para entender la dimensión actual de Carles Puigdemont, conviene remitirse a la votación de la Persona de 2017 efectuada por la revista Paris Match, francesa y por tanto chovinista. De ahí la presencia destacada en la lista de Macron, junto al Papa Francisco. Otras figuras de talla mundial tomadas en consideración son Putin, Trump, Kim Jong Un, Angela Merkel o Theresa May. Y Puigdemont, con una proyección infinitamente superior a la correspondiente a quien ha presidido una región europea. Rajoy ha creado un monstruo, famoso en todo el mundo. Este cosmopolitismo, que no disculpa ni un error del último líder de la Generalitat, debe servir cuando menos para recordar que la vida no se agota en los cenáculos de Madrid.
El antecesor del hoy célebre Puigdemont fue Artur Mas, que va a menos. El penúltimo presidente de Cataluña es menos independentista que su sucesor, pero también menos que Jordi Pujol, que Pasqual Maragall, incluso que Miquel Roca. No cabe descartar que Duran Lleida amanezca alguna mañana sintiéndose más separatista que el ahora dimitido presidente del PDeCAT. El liderazgo del denominado proceso catalán nunca correspondió a un iluminado flautista de Hamelín que cautivó a las masas. En todo caso, se dejó arrastrar por una corriente popular masiva aunque insuficiente. La verdadera promotora de la independencia es Carme Forcadell, sin que esta evidencia pretenda justificar su prisión ni disculpar su cobarde arrepentimiento.
Artur Mas era el socio soñado por el Gobierno para atemperar el independentismo, pero Rajoy piensa que cargar contra Cataluña es más rentable. En su furor, ha alimentado a un Puigdemont que se codea con Macron y Trump. A la desesperada y en contra de la evidencia electoral, el PP niega ahora que se pueda gobernar Cataluña por plasma, prerrogativa por lo visto reservada al presidente del Gobierno. Si el tráfico de la España nevada se encauza desde Sevilla, ¿qué problema hay para que una región se administre desde Bruselas, en vez de dirigirla como ahora desde Madrid?
