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El mulo

Siempre parece que te hace un favor. Incluso se siente molesto cuando le saludas, pues se siente obligado a devolverte el saludo que, más bien, parece una maldición en forma de gruñido. No te perdonará que le hayas forzado a salir de su confortable y algo embrutecedor estado mular. Trata de complicarte la vida con sutiles obstáculos. Odia el camino franco y directo. No está en sus planes facilitarte las cosas. Si en el camino no hay piedras para tropezar, el mulo no está contento. Si buscas algo con cierta urgencia, te dirá que no pierdas el tiempo, que eso requiere un nuevo pedido y, aun así, nunca se sabe si lo que tú pides llegará a tiempo. Tal vez, después de las fiestas tengas algo de suerte. Algo. Detesta el gracejo de otras latitudes, pues lo siente como una ofensa. Su falta de humor se siente vilipendiada por esa insolencia. Habrase visto. Y casi mejor así, pues si pretende hacerse el gracioso corre y corremos el riesgo de sentir vergüenza, ajena nosotros y él, no sabemos si propia. Sus saludos parecen pedradas. Nunca pone el intermitente. Y no es, como algunos dicen, con la intención de no dar pistas. Sencillamente, no pone el intermitente y da el volantazo, porque no piensa en el que viene detrás, ni le importa. El que venga detrás que arree. No tiene tacto, ni delicadeza. Pues es cosa de finos.

Algunos optan por exagerar su ya inveterada vocación mular. Entonces, ya es el colmo. Mejor irse. El mulo queda en evidencia ante el desparpajo de los otros. La cortesía la traduce como un acto para remilgados. Nada como mostrarse brutal y, más aun, nada como vanagloriarse de ello ante los amigotes. El mulo habita una isla viciada y algo requemada, y él tiene mucho de eso. Está requemado y está harto de haberse pasado años y años siendo amable o, por lo menos, tratando de simular cierta afabilidad para con el turista. Al diablo con la simpatía. Defectos del exceso. Siente que el pescado está vendido. Entonces, ¿para qué disimular? ¿para qué seguir haciendo el paripé si, total, los turistas siguen viniendo y, además, en masa? El mulo, por supuesto, se queda descolocado cuando lo tratas con amabilidad y cortesía. Encaja la ofensa como puede y, tal vez, te devuelva una media sonrisa y una mirada cargada de desconfianza, como si estuviera rumiando posibles estafas o engaños. ¿Qué pretende este tipo? ¿Qué quiere de mí? Ambas preguntas las vemos brillar en sus ojillos huidizos y algo temerosos. No hay que dejarse vencer, hay que persistir en el uso de fórmulas de cortesía, que los mulos ven sólo como fórmulas de hipocresía, pero que sin duda son fórmulas que alivian la convivencia y hacen que no caigamos en el gruñido, el desplante y el saludo malhumorado, que para eso uno prefiere el silencio.

Un mulo isleño es mucho mulo, ya que la insularidad, en este caso mallorquina, ya comporta en sí un plus de ética mular, digámoslo así. De ahí que los mallorquines necesitemos esforzarnos mucho más para evitar el efecto contagio o, en fin, para salir de las aguas estancadas de la mulería. El peligro que tienen estas aguas es su insalubridad. Son tibias, y uno puede sentirse peligrosamente a gusto retozando en ellas como bestias autosuficientes. Uno dirá, cada cual con su carácter. Sin embargo, tampoco conviene recrearse en esa vocación mular que consiste en una mala mezcla, entre la desconfianza del bruto y la mala uva de quien se siente el centro del mundo sabiendo que no lo es y no puede soportarlo. Pues alguien que se siente molesto cuando es saludado, es un alguien que tiene que hacérselo mirar. O no, total, ¿qué más da? ¿Lo ven? La mulería se contagia.

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