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Emérito

Durante cuarenta años fue, por una u otra razón, el personaje más criticado, más denostado de España: sería el más breve, sería el heredero ideológico y práctico de Franco, el traidor de las libertades, el vendido a la Iglesia, el corrupto, el continuador de los privilegios de la alta sociedad de los parásitos, el de las camarillas. Sería de todo, haría de todo menos procurar la felicidad y la libertad de los españoles. Vaya, su camino pronto seguiría el de su padre y el de su abuelo al exilio o el del rey de Italia desensillado por un referéndum a favor de una república o el de los griegos, los búlgaros, los rumanos, los albaneses. La monarquía ya no servía de nada, era una losa colocada encima de la democracia. El dicho popular era: pronto quedarán solo cinco reyes, el inglés y los cuatro de la baraja. El resto sería sustituido por la única institución representativa y moderna: la república. Pero, a la vista de las repúblicas que servían como ejemplo (las del mundo soviético, casi todas las de Latinoamérica, muchas de las del continente africano, más allá de las buenas difícilmente imitables), mejor tentarse la ropa, mejor preguntarse en qué se diferenciaba una cosa de la otra sino en la salvaguarda de las instituciones. Nadie me lo ha explicado convincentemente.

A la hora de la verdad, sin embargo, ni fue breve ni actuó de heredero del dictador. Fue prudente. Templado y listo.

Se fió de su olfato y no se casó con nadie. ¿Epidermis de elefante? Desde luego, esa suerte tuvo. Le venía de familia. Evitó por instinto comprometerse con nadie. Ignoro cuándo fue tomando las decisiones que le requería un futuro totalmente desconocido e impredecible. ¿Improvisaba o tenía un plan? Cuarto y mitad de cada, me parece.

¿Imaginan encontrarse el 25 de noviembre de 1975 en la antesala del poder y verse obligado a tomar las primeras decisiones de su reinado en el momento en que el dictador se moría, los generales se consideraban detentadores de todo poder, la extrema derecha mataba, no había más gobierno posible que el de los conservadores, los comunistas empezaban a quitarse la careta, ETA reverdecía, la Iglesia pretendía asegurar su poder y todo el país estaba sumido en la confusión y el miedo? En estas condiciones, el rey, al menos sobre el papel y en los textos legales construidos pacientemente en cuarenta años de dictadura, detentaba todo el poder. Todo. La continuidad estaba al alcance de la mano. Una persona menos instintiva, menos arrojada, se habría calzado las botas de Franco y ancha es Castilla. Tuvo el formidable instinto de no hacerlo porque supo adivinar que de esta forma su reinado sí habría sido breve por traicionar la verdadera ansia de un país joven, vibrante y lleno de susto. También tuvo la mesura de no ceder a una inmensa porción de los españoles que querían que se hiciera una revolución y que la nueva generación rompiera sin concesiones y sin dejar títere con cabeza de lo que quedaba de cuando Franco: no podía hacerse sin más, el nuevo sistema no sobreviviría. Se trataba de llevar a cabo una labor mucho más paciente con el pasado (también es verdad que nunca fue un peligroso revolucionario a las órdenes de Moscú).

Juan Carlos estaba solo. Con la ayuda de un par de consejeros empezó a navegar. Encontró a Adolfo Suárez y la complicidad necesaria para poner en marcha la izquierda, para formular esa Constitución que ahora, de pronto, parece inservible (de cierta edad, sí, necesitada de reformas, desde luego, desechable, nunca). El 23-F, el monarca bloqueó el golpe de Estado (y seguro que le angustió no ver las cosas claras). Tuvo suerte: a su lado estaba Sabino, un militar valiente que sabía dónde estaba el camino de la libertad y la democracia.

Un día descubrió que el poder, los privilegios de la Corona, no procedían de una dádiva del altísimo, de un derecho divino, sino del pueblo, que es quien detenta la soberanía. Me parece que ese fue el instante en el que cerró su compromiso con los españoles. Comprendió que, más que rey, era garante. Y se puso al frente de la libertad. ¿Cómo negarle ese mérito?

Después, tras treinta años de sobresaltos, inquietudes, triunfos y satisfacciones, se sintió cansado. Decidió dejarle el trabajo a su hijo. Es probable que no hiciera las cosas enteramente como debía. Todos tienen derecho a equivocarse. Pero ¿quién le puede negar su presencia constante y prudente al costado de sus compatriotas? Ha hecho un buen trabajo paseando con ligereza por un campo de minas. A lo mejor deberíamos regalarle entre todos un buen Rolex de oro y diamantes (aunque tampoco es eso: relojes tiene).

Anteayer cumplió ochenta años. Gracias, majestad.

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