Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Los tres reyes de San Apolinar

Había muy poca gente en la basílica de San Apolinar el Nuevo, en Rávena. Cuatro o cinco visitantes, nada más, todos italianos con aspecto eclesiástico, quizá curas y monjas de paisano disfrutando de unos días de vacaciones. Rávena es una ciudad muy rara. Está fuera de todas las rutas turísticas, en la zona de marismas de la desembocadura del Po. Hoteles anticuados, cafeterías con camareros muy mayores que arrastran los pies, familias enteras en la playa como si todavía estuvieran protagonizando una escena de Amarcord (Rímini, la ciudad natal de Fellini, está a pocos kilómetros de Rávena). Pero Rávena tiene dos basílicas con mosaicos bizantinos, San Apolinar y San Vital, y algunos excéntricos disfrutamos viendo estas cosas.

Y allí, en San Apolinar, en uno de los mosaicos mandados construir por el emperador Justiniano, estaban los reyes magos: Baltasar, Melchor, Gaspar (por este orden), con sus extraños gorros frigios que les daban un vago aspecto republicano, mucho más jóvenes de lo que uno se imagina, salvo Gaspar -que tenía barba blanca-, caminando en fila india con sus vasijas de plata en la mano. Esos mosaicos eran muy antiguos, del año 550 más o menos, y allí había quedado una de las primeras representaciones de los reyes magos en el arte occidental. Baltasar no era negro, sino un hombre apuesto de barba negra (Baltasar seguiría siendo blanco hasta el siglo XIV). Melchor, por cierto, era el más joven de los tres. ¿De dónde venían? Nadie lo sabía. Pero allí estaban, sin camellos ni caballos, sin pajes, a pie, frente a una hilera de palmeras cargadas de dátiles sobre la que asomaba una pequeña estrella de ocho puntas. Los tres reyes de San Apolinar.

Quizá mi generación fue la última que pudo disfrutar de verdad del misterio de los reyes magos. Mi hermano y yo, en Portopí, hacíamos cálculos para ver cómo podrían llegar los reyes hasta nuestro balcón. Vivíamos en una casa rodeada de muros muy altos, y todos estaban protegidos por culos de botella, pero estábamos seguros de que los reyes encontrarían una forma de salvar los muros y de llegar tranquilamente a nuestro cuarto. Imaginábamos que tenían grúas, cuerdas, poleas. Imaginábamos que los pajes eran saltimbanquis y forzudos de circo. Imaginábamos que los camellos podían dar saltos de tres metros. Y además, los reyes eran magos, ¿no?

Hace cincuenta o sesenta años aún había muchas zonas de sombra en la vida de los niños, y por esas zonas de sombra se colaban los magos con su cortejo misterioso de pajes y camellos. La televisión y la radio no habían invadido del todo nuestras vidas y los niños poseían -poseíamos- una credulidad y un candor que ahora prácticamente han desaparecido. La educación de aquellos años -no la que se daba en los colegios, sino la que nos inculcaban padres y familiares y amigos- nos enseñaba a creer y a confiar en vez de desconfiar y sospechar. Y de la misma forma que mi abuela me había contado rondalles haciéndome signos mágicos en la mano, en el patio del colegio nos pasábamos horas y horas contándonos historias y películas. Por disparatado que fuese, todos tendíamos a creer que todo lo que nos contaban era verdad o tal vez podría haber sido verdad (o mejor aún, tal vez habría merecido ser verdad). La narración oral -y con ella la voz humana- todavía ejercía una especie de conjuro sobre nosotros. Contar era escuchar. Y escuchar era creer.

Por supuesto que esta inclinación a creer en lo que te contaban los demás te convertía en una presa fácil del engaño. De hecho, las tres cuartas partes de las historias que nos contaban eran falsas, claro que sí, empezando por la de los reyes magos. Y por supuesto, todo el andamiaje intelectual del franquismo se basaba en el engaño. Pero cuando uno escucha a otro aprende a distinguir las palabras que suenan verdaderas de las impostadas. Aprende a interpretar los gestos y las modulaciones de la voz. Aprende a captar la diferencia entre la mentira, que siempre es inaceptable, y el engaño o el embeleco (o la ficción), que no siempre lo son, porque uno a veces necesita dejarse engañar, como ocurría en el caso de la historia de los magos. Y además -y esto es lo importante- la predisposición a creer en los demás permitía la creación de un espacio común en el que era posible alguna clase de consenso. Uno le daba crédito al otro. La Transición, no lo olvidemos, se hizo gracias a esa predisposición.

Y eso es justo lo que nos falta ahora, cuando nadie quiere escuchar nada ni creerse nada que no provenga de sus propias fuentes blindadas contra toda intromisión exterior. Y eso tiene su reflejo en la política, claro está. Trump, la extrema derecha polaca y húngara, los activistas gritones de la extrema izquierda, los independentistas y los anti-independentistas, todos se encierran en esa campana de aislamiento en la que jamás podrá entrar la palabra de los demás. Sin consenso, sin acuerdo, sin siquiera aceptar la remota posibilidad de que el otro tenga algo que decir. Y ahí seguimos. Sin ser capaces de ver a esos tres reyes que avanzan en fila india, bajo las palmeras cargadas de dátiles, siguiendo el rastro de una pequeña estrella de ocho puntas.

Compartir el artículo

stats