Recojo la última frase que Juan Antonio Fuster dejó plasmada en su cómplice y sentido obituario dedicado a Alfonso Meaurio: un gran tipo. Sin duda, una frase que resume sin énfasis lo que a mi modo de ver fue este compañero de curso que nos acaba de dejar. Era encontrarnos en la calle y, acto seguido, iniciar una conversación afinada e ingeniosa, sustentada en un elaborado, por irónico y descreído, sentido del humor. Era encontrarnos con su mujer, la encantadora Cata, y sostener una rápida, sugestiva e inspiradora charla, siempre salpimentada por el humor. Un humor siempre a flor de piel. Un humor vasco y, más en concreto, donostiarra. Impresionado por su desaparición, pienso en esos encuentros. Pienso en Cata a quien, desde estas líneas, envío toda la fuerza del mundo, y ya sé que nunca es suficiente. Una hermosa pareja. Una pareja luminosa. Por supuesto, no puedo evitar cierto enfado. Porque me enfada que las personas se vayan. Me cabrea que grandes tipos, que hacen gala de un sentido del humor inteligente, se vayan para no volver. Ya saben, la muerte, un clásico. Pienso en su hermano Pedro, y en aquellos tiempos en el colegio jugando partidos de fútbol en el patio, y el coñón de Alfonso imitando mi modo de controlar el balón, mi toque, mi manera de avanzar con el esférico pegado al pie. En fin, recuerdos que ahora se agolpan y cuya aparición en estas líneas no estaba prevista. Alfonso y Pedro, Pedro y Alfonso, dos hermanos gemelos que siempre distinguí.

Su afabilidad lograba romper sin muchos esfuerzos el posible malhumor de cada cual. Una mañana torcida podía ser parcialmente salvada gracias a un fugaz encuentro con Alfonso Meaurio. Sus comentarios con doble sentido, su retranca eran suficientes como para, como mínimo, continuar el día con un amago de sonrisa o, ya puestos, con una sonora, estruendosa y sanísima carcajada en plena Plaza de Santa Eulàlia. Sé que no vivía lejos de esa plaza, que tenía una hija pequeña. Y basta. Basta. No quiero seguir por ahí. Un gran tipo, me quedo con ese final que Juan Antonio Fuster selló en su conmovedor obituario. Sin duda, Alfonso habría sabido reventar con su sarcasmo habitual esa clase de solemnidades. Cómo decirle ahora que alguien anticipó su muerte, que alguien filtró la noticia de su defunción antes de hora. En efecto, como bien apunta Fuster en su texto, Alfonso se habría literalmente descojonado. Sin embargo, quiero creer en el humor pos- mortem de alguien que sabía sacar punta a este lápiz llamado vida. Puedo verlo troncharse de risa. Sí, a pesar de estar ya en el otro lado, donde dicen que es imposible la risa. Quiero que creer que hay risas en el más allá, o en el otro lado. O en donde sea. Una risa que no podemos oír ni disfrutar.

Era verlo de lejos e ir ya preparando la inteligencia, afilando el cuchillo de las frases ingeniosas, activando las neuronas para estar a la altura de esa esgrima verbal que tan saludable es para el cacumen. Era encontrarme con Cata y ella ir narrándome divertidas anécdotas de su pareja y, por supuesto, seguir riendo en plena calle. Hacía ya tiempo que no lo veía. Hacía tiempo que echaba en falta la socarronería de Alfonso Meaurio, su rapidez mental que le obligaba a uno a acelerar a su vez las neuronas, pues no era cosa de quedarse rezagado, sino siempre mantenerse atento y con las antenas alerta. Un tipo cálido. Un tipo más que afable. Un tipo que podía, repito, alegrarte la mañana. Tras un encuentro con él, uno retomaba el camino con la sonrisa fijada en el rostro, rumiando esa aceleración de frases ocurrentes. Un tipo infrecuente. En definitiva, un gran tipo.