Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Recuerdos sobre ruedas

El tren me lleva en Nochebuena hacia atrás, como puede ocurrir cuando se cierran los ojos: a un pasado que transitamos juntos. Lo cierto es que no pude imaginar por entonces que, a la par que el traqueteo, las ruedas teclearían retazos de biografía para el recuerdo. Hace ya décadas que nos separamos (excepto, ocasionalmente, de un AVE que nada tiene que ver con los de antaño) e imagino que acabarían todos en el desguace; antes que algunos de los pasajeros entre los que por fortuna me cuento para poder cantar lo que se pierde y es que, como dijo Carlos Pujol y creo haber citado alguna vez -Pujol el poeta, sin parentesco hasta donde sé con los de la herencia andorrana-, "Nunca se puede regresar a nada / pero hay que regresar para saberlo".

Ocho años tendría cuando en Queralbs (Girona) moví la aguja del tren cremallera con destino a Nuria, y si no recibí otro castigo que la reprimenda fue, a más de la edad, por mi relación paterno-filial con la autoridad competente. Meses más tarde, la familia entera nos trasladamos en ferrocarril desde Cataluña a Galicia; allí quedamos durante un año y ¡qué aventura en la noche los pequeños, entre ateridos y hechizados€! Hubo después otros muchos, para partir y llegar, que han vuelto a dejarse ver de la mano de Sciascia. Porque me sentí partícipe del viaje que describe, entre Roma y Sicilia, en su relato El mar del color del vino; espacios de agobio que hacen obligado el contacto físico junto a las amabilidades del medio bocadillo o el ofrecimiento de asiento junto a la puerta en los departamentos de tercera clase, aunque ello pueda aumentar las apreturas al punto de dar la razón al filósofo cuando aseguraba que "toda la desgracia de los hombres deriva de no saber quedarse quieto en una habitación".

En dicha línea, no me resisto a mencionar las peripecias de aquellos miles de vendimiadores que en otoño, y procedentes de los más variados rincones en aquella España de miseria -y no sólo mental-, debían aguardar horas, entre maletas de cartón o madera en el mejor de los casos, y cumplimentar los trámites en una Oficina Nacional de Inmigración francesa -junto a la estación y en la que yo trabajé muchos veranos- para conseguir, en ocasiones tras un par de días en los andenes, el permiso para llegar a su destino en el sur del país vecino y con suerte lograr, en algunas semanas, el dinero que les permitiría sobrevivir hasta una próxima vez.

Otras muchas estaciones similares forman parte inseparable del ajetreo ligado al tren, pero esa de Figueres y a más de la vendimia francesa eran, junto a la estación de Francia (en Barcelona), principio y final: antesalas de destinos ansiados u obligados, de las vacaciones en tiempos de estudiante, de vuelta a las rutinas y trayectos repetidos por enésima vez aunque sentidos y vividos de modo distinto a tenor del objetivo final. Porque lo que aguarda al pasajero, placer o monotonía, es crucial y permite que el tren se mofe del reloj y juegue con el tiempo, alargándolo o comprimiéndolo en relación inversa a nuestras apetencias. Así, recuerdo las horas dilatadas hasta la extenuación, casi detenidas cuando se viajaba en busca del abrazo, o comprimidas a la velocidad de la luz cuando se quisiera no haber cogido billete. Entretanto, y en esos cortos o interminables ratos sobre la vía, paisajes huidizos, pueblos que nunca conocería con los pies en el suelo, el pitillo en la ventanilla junto a lucubraciones dejadas a la brisa o, sentado, recreándome en ellas al modo que cuenta Clarice Lispector en la breve historia que tituló La partida del tren y en la que dos mujeres, de muy distinta edad y sin otro nexo que el viaje compartido, lo dedican a suponer sin palabras -sólo por el aspecto- vida y milagros de la vecina.

En mi primera juventud y en la estación fronteriza de Portbou, supe que algunos vagones, en vía muerta, al anochecer podían servir de ocultos albergues para el amor carnal (por parte de terceros que así me instruyeron, no fuesen a pensar€). Y ahí mismo, antes de embarcarnos con mi hermano en un puerto francés, con rumbo a América y sin regreso previsto, abrazamos por última vez a nuestro padre sano, todos con las emociones a flor de piel. Por seguir en el tren, sólo íbamos en él a Garbet para el baño de mar y aquí, en Palma de Mallorca, el apeadero fue a veces testigo, tiempo atrás, de los encuentros con Avelino, un buen amigo escritor que sigue ocupando un hueco en el alma. Por entonces, diálogos acalorados durante el tiempo que nos concedía la salida del siguiente (ya más modernos) para volver a su pueblo de residencia.

El tren ha sido más que vehículo y, libre de premuras durante el recorrido, las ansiedades podían rumiarse hasta la parada final, lo que supone una sustancial diferencia con lo que sucede en la cotidianidad. Sin otro concurso que el del maquinista, pletóricos o dubitativos, el viaje en tren es lo más parecido a una novela negra en que la solución no es sino la culminación del trayecto y la búsqueda, los devaneos, se acompasan a un ritmo distinto al del corazón. Las vivencias, junto a los paisajes entrevistos entonces, siguen hoy removiendo otras que nacieron sobre él después de tanto tiempo desde aquellas primeras monedas depositadas sobre la vía, para, cuando aplastadas, triplicar su tamaño. Como ocurriría con nuestros propios cuerpos al dejar la infancia atrás aunque, como entonces, la cena de esta noche será otra que añadir al archivo más querido.

Compartir el artículo

stats