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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

¿El teléfono? Mejor en el bolsillo

Hasta que no vea lo último de Álex de la Iglesia, Perfectos desconocidos, me contentaré con el tráiler. Ese resumen que no llega al minuto da para mucho. Un grupo de amigos, la mayoría parejas menos un valiente, quedan para cenar y acuerdan dejar el móvil en el centro de la mesa. Cualquier mensaje es leído por todos. Cualquier llamada es oída por todos. Sin ánimo de ser una aguafiestas, intuyo que de ahí no sale nada bueno.

Ahora que la Navidad parece que va en serio, el índice de vida social sube vertiginosamente. Algunas agendas como la mía, que en condiciones normales es similar a la de un asceta, torearán comidas, cenas y vinos españoles. De todas las citas posibles, las que más curiosidad antropológica suscitan son las que incluyen parejas. Ante un público entregado a la bebida y a la comida, él y ella, ella y ella o él y él sacan a relucir los más variopintos estereotipos. A veces pesados, otros oscuros y algunos bonitos.

Hay parejas de agresividad contenida. Ante la mínima expresión, saltan. Algo así como "pásame el pan", "pensaba que estabas a régimen". Es una especie de pin pon en donde cada bote de la pelotita equivale a un agravio. A más audiencia, más intensidad. "Perdón por el retraso", "se ha mirado media hora. Total, ¿para qué?". Llegados a este punto, lo mejor que puede hacer el resto de la mesa es compartir un Orfidal, o dos. Parecidos, pero con alguna diferencia, son los recriminadores. Uno es un saco de boxeo y el otro le va dando golpecitos. Aquí y allá. Una crítica a su manera de ser, una burla a lo que fue en el pasado y un total desprecio a lo que se convertirá en el futuro. Los otros comensales lloran, comparten pañuelito y se solidarizan con la parte imperfecta y resignada de la relación.

Existen los que se emborrachan para olvidar que tendrán que volver a casa juntos y los que se emborrachan para celebrarlo. Los hay que beben para coquetear con el que tienen al lado y los hay que controlan y son celosos. Uy, lagarto, lagarto. Estos dan escalofríos. Tratan de pillar al otro en un renuncio y el otro (u otra) es incapaz de relajarse en ese mundo cargado de paranoias y faltas de respeto. Están los que tienen que pedir permiso para ir a cenar, viajar o, simplemente, respirar y los súper mega enamorados. Los que han creado una cúpula de color rosa alrededor de su "tú y yo juntos para siempre". Besos eternos y húmedos, caricias y manoseos. El resto observa sin saber qué sentir. Una mezcla de envidia, vergüenza ajena y premonición que, antes o después, ese frenesí se calmará. Que lo disfruten mientras dure. Algunas parejas se quieren. Se gustan tal y como son. Se admiran y valoran. Aprecian su manera de ser, respetan la independencia y los espacios personales, ríen mucho y comparten un proyecto. Éstas existen. Son piezas de museo. Transmiten belleza y confianza.

Aun siendo de estas últimas, ¿dejaríamos expuestos los contenidos de nuestro móvil? Mientras busco la respuesta diplomática equivalente a "ni harta de vinos", me pregunto si el problema no está tanto en mi intimidad como en lo que podría encontrar en la del otro. Incluso en el mejor de los casos, ¿y si lo dejamos así? Ojos que no ven?

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