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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Reforma constitucional

Después de casi cuarenta años de vigencia de la Constitución de 1978, que sólo ha sido objeto de dos puntuales modificaciones, derivadas, una, la del artículo 13, aprobada en 1992, de la entrada de España en la UE en 1986, por la que se reconocía el derecho al sufragio de los ciudadanos extranjeros en las elecciones municipales; y la segunda, la del artículo 135, aprobada en 2011, de la necesidad creada por la crisis económica, de garantizar el principio de estabilidad presupuestaria y la sostenibilidad económica y social, parece imprescindible abordar una reforma que solvente las insuficiencias que con el paso del tiempo han ido manifestándose.

Un informe elaborado por diez catedráticos del ámbito del derecho público, "Ideas para una reforma de la Constitución" coordinados por Francesc de Carreras, han ido apuntando algunas de las reformas que parecen más evidentes: 1) Definir la organización territorial. 2) Fijar las competencias del Estado y de las comunidades autónomas. 3) Reformar el Senado en un sentido federal, parecido al de la República Federal Alemana. 4) Incorporar a la UE como fuente de derecho. 5) Acabar con la preferencia del varón en la línea de sucesión de la corona. 6) El sistema electoral.

El diario 'El País' apunta en su editorial del miércoles que no es el consenso de 1978 el culpable de las tensiones nacionalistas y el desencanto de lo político entre los ciudadanos, sino la incompetencia de las fuerzas políticas de hoy, incapaces de diseñar un nuevo país o entusiasmar en su consolidación, salvo la ensoñación independentista o en una cruzada contra ella. Pero al no considerar este medio la necesidad de reforma del sistema electoral, que consiste en el procedimiento de selección de los cargos públicos, no apunta a ninguna reforma para dar solución a lo mismo que denuncia: la incompetencia de los políticos. El mantenimiento del actual sistema proporcional de listas, en vez de uno mayoritario de circunscripción única, y la falta de democracia interna de los partidos, tienen como consecuencias inevitables: 1) La partitocracia, pues el poder político reside en los partidos y no en los ciudadanos; y el clientelismo político pues el elegido no se debe a quien le ha votado sino a la cúpula partidaria que le ha colocado en la lista. Se ha podido comprobar recientemente con ocasión del cupo vasco. La mayoría de afiliados del PP y del PSOE han estado en contra de la aprobación en lectura única del cupo, de la oscura fijación de su importe y sin que se abordara previamente la actualización de la financiación autonómica; sin embargo se ha aprobado en el Congreso con los votos del PP y del PSOE.

2) Como consecuencia de lo anterior, la composición del Congreso y del Senado no tiene que ver con la voluntad de los ciudadanos sino con la de las cúpulas partidarias a las cuales se deben los elegidos. La consecuencia es terrible para el principio de la división de poderes. La actividad parlamentaria no depende de los parlamentarios sino de las cúpulas partidarias. Formalmente es el Congreso quien elige al presidente del gobierno; realmente es la cúpula del partido mayoritario, en solitario o en coalición con otro partido, el que designa presidente, pues todos sus parlamentarios de ella dependen. Como consecuencia, el Parlamento está a las órdenes del gobierno, excepto si está en minoría parlamentaria; y el poder del ejecutivo sobre el legislativo es absoluto. Otra consecuencia ha sido la colonización del Estado por los partidos políticos, desde las empresas públicas hasta organismos públicos ineficientes como los Defensores del pueblo o el Tribunal de Cuentas.

Otra cuestión no abordada de forma específica e imprescindible para asegurar la división de poderes es la reforma del sistema de elección del Consejo General del Poder Judicial del que dependen los nombramientos del Supremo y los Tribunales de Justicia, que tiene que dejar de estar fijada su composición por cuotas partidarias, lo que ha dado lugar tanto a la politización de la justicia como a la judicialización de la política. El fiscal general debería ser elegido por el Parlamento. El Tribunal Constitucional debería dejar de tener la actual concepción y pasar a ser una sala más del Tribunal Supremo, la sala de garantías constitucionales. Así dejaría de ser descalificada cada una de sus resoluciones por los discrepantes de las mismas por provenir de un tribunal político formado por cuotas partidarias.

Los nacionalistas y los populistas quieren destruir la Constitución. Los socialistas del PSC o del PSIB suspiran por un modelo confederal que no existe en parte alguna. Ciudadanos y Podemos, pugnan por incrementar la proporcionalidad del sistema electoral, agravando los defectos del sistema. PP y PSOE pugnan por mantener el sistema que los eterniza. Sea exigiendo los imposibles consensos de 1978, sea verbalizando una reforma sin precisar qué se quiere reformar. De ahí la dificultad de esas dos reformas, las más indicadas para conseguir una clase política más representativa y capaz y un funcionamiento del sistema político de acuerdo con el principio de la división de poderes, las que podrían hacer viables las esperanzas de regeneración del sistema político; también de afrontar aquellas que permitan un mejor funcionamiento territorial. Pero sin ellas la crisis del sistema político será crónica y, con ella, la crisis del Estado, y ningún futuro como país se abrirá a las nuevas generaciones.

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