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Las siete esquinas

Chiquito hizo el bien

De muy poca gente se puede decir que haya inventado un lenguaje que ha acabado incorporándose al habla común de la gente, pero Chiquito lo consiguió

Hace muchos años sorprendí a mi hija mirando embobada la tele. Era un aburrido domingo por la tarde y reponían un viejo programa de humor que ya nadie sabía dónde colocar. Pero de pronto salía un señor regordete que llevaba camisas floreadas de esas que se venden en los Outlet. El hombre caminaba con las manos en una postura muy rara, una para arriba y otra para abajo, al estilo de las pinturas egipcias. De vez en cuando, aquel hombre movía muy despacio un pie, giraba sobre sí mismo y volvía a mover muy despacio el otro pie. Y de repente soltaba un gritito parecido al que podría soltar un avestruz con hipo: "jarl". Mi hija estaba inmóvil frente al televisor con los ojos muy abiertos. Y de pronto puso los brazos como Chiquito, adelantó un pie y emitió un gorgorito muy débil: "jal". No le salió como ella quería, así que lo repitió varias veces hasta que el final lo consiguió: "jarl". Y otra vez: "jaarl". Y otra: "jaaarl". La última vez hasta consiguió dar la vuelta sobre sí misma a la vez que soltaba el gritito: "jaaaaarl". Pero entonces se dio cuenta de que alguien la estaba mirando y corrió a esconderse en su cuarto.

En los medios intelectuales, tan propensos a la pose fúnebre y al permanente complejo de culpabilidad -las hambrunas en África, los crímenes del capitalismo, ese terremoto en Sumatra-, Chiquito tenía muy mala fama. Reírse de sus chistes, o hacer simplemente lo que había hecho mi hija frente al televisor, eran cosa del populacho, de esa masa indocta que se deja arrastrar por el primer cantamañanas que se le ponga delante. Yo compartía muchos de esos prejuicios, supongo que por haber visto a Paz Padilla contando chistes al lado de Chiquito, pero aquel día, cuando vi a mi hija imitando el gritito del "jaarl", me di cuenta de que Chiquito era un humorista muy grande. Luego, cuando me puse a prestar atención a sus actuaciones -YouTube ayudaba mucho-, descubrí que era mucho más sofisticado de lo que parecía. Esa gestualidad de pasitos cortos y de movimientos acartonados, por ejemplo, tenía mucho que ver con el teatro noh japonés -esa suprema representación de la lentitud que pretende convertir las metáforas de los contadores de historias en imágenes visuales-, y Chiquito seguramente la había aprendido cuando se ganaba la vida cantando flamenco en un tablao de Tokio. Chiquito en un teatro noh, eso sí que es grande.

Los chistes, por supuesto, importaban poco, porque lo que contaba eran los pasitos y los hipidos, pero sobre todo la prodigiosa creación verbal que Chiquito improvisaba sobre el escenario con sus "fistros" y sus "diodenales" y sus "asexuarrrr". De muy poca gente se puede decir que haya inventado un lenguaje que ha acabado incorporándose al habla común de la gente. En Inglaterra sólo lo consiguieron dos genios, Lewis Carroll -que consiguió meter palabras imposibles como "frabjous" o "snark" en el lenguaje más o menos culto-, y Edward Lear, que logró esparcir hallazgos de sus "limericks" en el lenguaje de los cuentos infantiles. Pero lo que consiguió Chiquito fue mucho más difícil, porque logró introducir su particular "neolengua" en el vocabulario de la gente corriente que se saludaba con sus hallazgos al llegar al trabajo o al encontrarse en la parada del autobús. No conozco ningún otro caso en el mundo en que eso haya ocurrido.

Y luego venía lo más importante: el humor de Chiquito no se metía con nadie, no ofendía a nadie. A diferencia del humor que se estila ahora -basta ver "Polònia", el destilado más puro del resentimiento-, en los chistes de Chiquito no había rabia ni enfado ni nada de eso, sino una simple explosión de alegría vital. Y eso tenía mucho mérito porque Chiquito había nacido en un barrio muy pobre de Málaga y las había pasado canutas en los interminables años de la postguerra. De vez en cuando, en medio de sus chistes, en medio de sus giros, en medio de sus movimientos espasmódicos, uno se daba cuenta de que dentro de aquel hombre había mucho dolor acumulado, pero justo por eso, porque el dolor estaba allí, indisimulable, él mismo se había propuesto construir su humor con historias que fueran simples excusas para creer que el mundo era un lugar en el que valía la pena vivir. Mis amigos malagueños me cuentan que quiso mucho a su mujer y que fue una buena persona. Yo añadiría algo más: supo hacer el bien. No puede haber un elogio mayor para quienes estamos de paso en este mundo.

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