Diario de Mallorca

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Cosa grave

Uno es mediterráneo y tiene en el aceite una de las grandes herencias de nuestra cultura. El aceite y el vino tinto son comparables a algunos proverbios bíblicos, a la música de las riberas de Grecia y a la felicidad del mediodía. Sin ellos, aceite y vino, no existiría gran parte de la poesía clásica, es decir, latina, ni existiría nuestra manera de entender ya no la comida sino su preparación y sus prolongaciones, es decir, el epicentro de nuestra civilización y sus rituales. Hace unos años se puso de moda en Mallorca producir aceite. Se hablaba del aceite de 'ca nostra' con rastros disimulados de esa 'estufera' tan propia de la isla y tan secular, por otra parte. Entonces inventé un eslogan apropiado: 'Fer oli fa senyor'. Tómenlo por donde quieran, pero quien no haya visto cómo desciende el aceite sobre el pan mientras el sol lo atraviesa e ilumina, no ha visto nada, ni puede entender nada.

El aceite y el clima nos impiden acercarnos demasiado a la mantequilla, de la que sin embargo damos cuenta con entusiasmo infantil si viajamos a países fríos. Escribir sobre el aceite y la mantequilla puede parecer escapismo de la realidad y lo es y no lo es. Lo es porque aparcar lo que durante estos meses nos ha abducido es muy saludable. Y no lo es porque la realidad, más allá de las tempestades políticas, es lo esencial: el aceite en nuestro país o la mantequilla en Francia, donde existe ahora un grave problema: su escasez.

No hay mantequilla en Francia y yo me pregunto por el croissant del desayuno, por los exquisitos platos donde es imprescindible, por la escena de El último tango en París. ¿Qué hubiera sido de nosotros sin mantequilla? Probablemente no existiría Europa tal como la conocemos y esto es serio: nos gusta ser mediterráneos y vivir en el Mediterráneo, génesis de todo, pero sin viajar de vez en cuando al norte, no sé si podríamos soportarlo. Su carga es demasiado grave. Sólo se puede ser siciliano, decía Camilleri, desde la ironía. Algo así decía. Y sólo puede uno irse si sabe que va a regresar. A los mallorquines nos suele gustar alejarnos de casa, pero el placer de volver es estupendo. Comemos mantequilla fuera pero regresamos encantados al aceite.

La primera vez que estuve en Cognac, pregunté cómo se sostenían los maravillosos castillos-viñedo de la zona, todos espléndidos y en perfecto estado de revista. Lo pregunté porque desde hace décadas el coñac ha perdido la batalla europea frente al whisky, del mismo modo que en su momento la perdieron los jesuitas frente al Opus (hablo de la enseñanza). La respuesta fue que el negocio -y a la vista estaba- iba sobre ruedas gracias a la exportación: los nuevos millonarios rusos y sus colegas chinos compraban los mejores coñacs a espuertas. La vida del coñac continuaba en todo su esplendor. Y me regalaron una botella art-déco con la figura de un leopardo y pude traerla en la maleta de mano, o sea que calculen el tiempo que hace de eso. La botella iba llena, claro, pero yo no bebo coñac. Sirvió para cocinar, un despilfarro.

Lo mismo está ocurriendo con la mantequilla francesa: los chinos la compran en cantidades industriales y donde antes la tonelada -leo en un informe- se pagaba a 2.500 euros, ahora se paga a 7.000. Una verdadera hecatombe para la cultura del croissant, el pato y el último tango. Lo que no deja de ser un aviso para nuestro aceite. Imaginen que a los chinos les entra el capricho de comprar los aceites a precio de oro que hacemos por aquí y nuestro aceite más selecto - fer oli fa senyor- se pone de moda entre los nuevos mandarines del Río Amarillo. Entonces deberíamos volver a comprar aceite andaluz, perderíamos en acidez y las etno-boutiques bo-bo ya no lucirían esas botellitas tan delicadas que parecen de perfumería. Oro líquido... Pero si los franceses tienen dificultades para el croissant, nosotros no tendríamos tantas para la ensaïmada, que en su nombre lleva la solución y no es el aceite. No deja de ser un alivio. Por si acaso ya he mandado mi eslogan a la embajada china, por si lo compran. Su respuesta ha sido que todo está en Confucio.

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