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Norberto Alcover

Meditación sobre lo que sucede

Este no es un artículo de opinión. Entre otras razones porque ya está todo opinado. Las tertulias han asaltado la realidad como si de una fortaleza se tratara, incluso hasta configurar la realidad alternativa según la cadena, la emisora o el periódico en cuestión. Uno no se atreve a decir si para bien o para mal. Pero en todo caso, opinar ya resulta cansino... hasta que las elecciones de diciembre como preludio navideño, estén ahí mismo y nos preparemos para conocer la realidad objetiva de la "nueva Cataluña", que seguramente será muy semejante a la actual. Porque el problema no es tan siquiera ideológico porque es sentimental, como ya escribí hace semanas cuando expresaba mi tristeza por cuanto estaba sucediendo. Una gran tristeza aumentada con los días, hasta hoy mismo. Por lo tanto, de opinar nada de nada. Me limitaré a meditar sobre Cataluña.

Percibo una confrontación insuperable entre los catalanes, como si no desearan encontrarse en sitio alguno, ni en España ni en la república inducida. Todo esto del diálogo se ha venido abajo por la sencilla razón de que no interesa dialogar, que es estar dispuestos a ceder un mínimo. Son cosmovisiones completamente alternativas, aumentadas ópticamente por un espíritu reivindicativo que ha explosionado con ocasión del guiño que todos conocemos. Y pienso que nada se puede hacer para instaurar una plataforma democráticamente aceptable por todos los que forman parte de esta refriega. Cataluña, pienso y medito, está condenada a ser de unos para no ser de otros, en un alarde de resucitada tensión tras algún tiempo de engañosa tranquilidad impuesta desde victorias en las urnas. Porque las urnas no lo resuelven todo. Ejemplos tenemos. Las urnas nunca son más poderosas que los sentimientos. Parece mentira que no se haya comprendido. Al menos para ser capaces de "resituar" esas urnas en el magma pasional de unos y de otros. Lo que es del todo complejísimo.

Además de esta partición sentimental, que lógicamente produce la correspondiente partición conceptual, medito sobre la relación establecida entre ley y política. Y escribo que es imposible adelantarse a los problemas históricos si alteramos la prioridad teórica de un concepto sobre el otro, es decir, si acabamos por priorizar la política sobre la ley. Medito muy en profundidad si la política puede escapar al control de la ley correspondiente (democráticamente aceptada) por razones mucho más políticas que legales, aunque parezca una tautología. Si fuere posible, entonces, la política se convertiría en dueña de la realidad, y sería ella misma la que legalizaría la convivencia. Me pregunto si algo de esto no nos está sucediendo. Y me digo a mí mismo si tal posibilidad no la contemplamos como el inicio de una auténtica revolución institucional, por mucho que nos pese el hecho político. No es una cuestión baladí. Es una cuestión anciana que remite al poder popular sobre el poder legal. Me cuesta aceptar que personas inteligentes alteren este hecho sin darse cuenta del camino emprendido. Porque se les puede derrumbar sobre ellos mismos sin preaviso. Las revoluciones se autorevolucionan casi siempre. ¿Es tan difícil entenderlo?

Y en fin, en tantas ocasiones he escrito sobre "la sociedad de la postverdad" que ya es una inutilidad retórica volver a hacerlo. Cuando personas inteligentes y se supone que honradas mienten, ¿cómo no hundirse en una meditación pesimista sobre el futuro que llevan en brazos? Y lo más terrible, porque lo es, es esa parsimonia con que las pasiones políticas se imponen al relato verdadero para instaurar "un relato trucado en perjuicio de un relato objetivo". Recuerdo haber leído algo semejante en Vicens vives hace años, y ahora comprendo la sustancia de sus palabras. Es imposible alcanzar esa plataforma de encuentro en base a la mentira, porque la mentira es libre de hacer lo que le venga en gana, de automodificarse, de autocorromperse, de autolapidarse. La mentira pervierte la realidad, y con la perversión de la realidad todo lo institucional se hunde porque pierde sentido y vigencia. Decir que no es así es el colmo de la postverdad.

En fin, medito sobre Europa, a la que le sucede exactamente lo mismo. Los sueños de los cincuenta han muerto por completo, sobre todo por razones socioeconómicas. Y Europa se ha entregado a relatos sentimentales capaces de autodestruirla. Exactamente como le sucede a Norteamérica. Las ideas dejan paso a los sentimientos a las emocionalidades, a las corazonadas. Y meditar, entonces, significa una búsqueda inútil de la objetividad. Tanto analizar los vericuetos del cerebro, ha vuelto inútil al mismo cerebro e instaurado el imperio de la postmodernidad, que sigue en pie. Es el desprecio de la norma y la victoria de la anarquía. Y cosas así.

Ustedes me preguntarán si entonces vale la pena meditar. Pues les digo que sí. Porque si a nuestra animalidad la privamos del arte de pensar, ¿para qué sirve? Sería el retorno a la selva.

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