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Antonio Papell

El golpista Rajoy (y Sánchez y Rivera)

Es de las frases más atinadas de Marx: la historia se repite siempre, primero como tragedia y luego como farsa. Y en el "proceso" catalán, la recidiva independentista ha transitado ya por su etapa dramática y ahora ha desembocado definitivamente en el terreno del esperpento, que es la versión más castiza de la vieja farsa: Puigdemont, adalid democrático, vocifera como un energúmeno contra el Estado español y, por elevación, contra toda la Unión Europea porque el club de los 28 no comulga con ruedas de molino.

La puesta en escena del preámbulo del delirante espectáculo que al parecer nos aguarda en las próximas semanas en forma de campaña electoral tuvo lugar este martes en Bruselas, cuando el expresidente de la Generalitat, con su aire de clown demediado y henchido de santa indignación, se dirigió a los doscientos alcaldes catalanes congregados en la capital europea (en un viaje pagado al parecer con dinero público, al menos en parte) y a los corresponsales de prensa instando a las autoridades de las instituciones europeas y de los países comunitarios a pronunciarse ante las elecciones de 21 de diciembre: "Debemos saberlo, ¿aceptarán ustedes o no el resultado de los catalanes? ¿O seguirán ayudando al señor Rajoy en este golpe de Estado?". Como es sabido, la versión de los separatistas, lanzada a los cuatro vientos con el desparpajo con que históricamente se ha comportado siempre el nacionalismo, es que España, con Rajoy al frente, secundado por Sánchez y Rivera, dio un golpe de Estado antidemocrático contra las instituciones catalanas, violando salvajemente la Constitución y las leyes, clausurando el Parlamento y destituyendo al Gobierno autonómico. Además, fueron detenidos los miembros del Ejecutivo catalán que permanecían en España, y que fueron por añadidura "maltratados" (esta nueva falacia puede ser un lapsus freudiano de Puigdemont para superar la mala conciencia que debe haberle producido su cobarde fuga, calificada pomposamente de "exilio" para desternille de los historiadores e indignación de los supervivientes de la represión franquista, que sí fueron exiliados reales a su pesar).

Bruselas no ha hecho ni caso del disparate separatista y Juncker ha puesto las cosas en su sitio con meridiana claridad. Tampoco haría falta decir aquí que las cosas fueron exactamente al revés: que los constitucionalistas, con una paciencia inaudita, asistieron a un largo proceso de separación jurídica y política de Cataluña que alcanzó el cénit los días 6 y 7 de septiembre, cuando fueron aprobadas por el parlamento autonómico catalán las leyes del Referéndum y de Desconexión en un espectáculo denigrante desautorizado por los propios técnicos jurídicos de la cámara, que negó todos los derechos parlamentarios a las minorías. Un proceso en que los separatistas celebraron después un referéndum ilegal, que pudo llevarse a cabo simbólicamente por la felonía de la policía autonómica, y declararon después la independencia con ambigüedad, para eludir las consecuencias penales de sus propios actos. Ante lo cual, el Gobierno de la nación, apoyado en su partido, el Popular, y con la colaboración plena de las otras dos formaciones constitucionalistas, puso en marcha el mecanismo previsto en la Constitución en su artículo 155 para, con la aquiescencia del Senado, restaurar la legalidad vulnerada, disolver el parlamento autonómico y convocar inmediatamente elecciones. Ocioso es decir que estas elecciones, que tendrán lugar el 21D, serán autonómicas, por lo que no está en absoluto en juego en ellas la independencia de Cataluña, ni cambio alguno en su instalación constitucional, derivada de la Constitución de 1978, abrumadoramente aprobada por los catalanes, que intervinieron decisivamente en su elaboración.

Todo esto lo sabemos aquí. Y nos produce franca hilaridad que Puigdemont, coronado por su flequillo de irredentista, llame a Rajoy golpista. Pero convendría que tanto el Gobierno como los partidos que se han hecho garantes de la legalidad constitucional contrarresten la campaña de comunicación que está llevando a cabo el soberanismo en Europa. Ya se sabe que las instituciones europeas y estatales de los 28 conocen perfectamente qué está pasando, pero no es en absoluto tranquilizador comprobar cómo la falacia se repite sistemáticamente, de acuerdo con el axioma goebbelsiano de que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Eso es lo que tratan de hacer los populismos, y deberíamos impedir que tengan éxito en el arrastre de la opinión pública.

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