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Antonio Papell

Tras las elecciones autonómicas

Ante espectáculos como el que nos depara el independentismo, hay que procurar evitar todas las obviedades. Y al mismo tiempo, conviene repetir las certezas que puedan conducir hacia un desenlace. Y si se ha dicho hasta la saciedad que el conflicto sólo podrá encauzarse mediante la negociación y el diálogo, también se ha indicado la dificultad que entrañará encontrar a los representantes adecuados de quienes han encabezado la acción sediciosa. Porque lo sucedido, un choque cruento y disolvente, ha abierto heridas de difícil sutura, por más que en términos objetivos haya que describir lo ocurrido como la respuesta del Estado -opinable pero necesaria sin duda- a un golpe contra la Constitución. Ocioso es decir que las simples declaraciones de independencia tras el agridulce festival identitario son irrelevantes porque ninguna democracia del planeta aceptaría una mascarada como un plebiscito y en todo caso el Estado mantiene el control de los resortes del poder.

No será fácil, pero habría que deslindar la atribución de responsabilidades -jurídicas y políticas„ del proceso de reencuentro, que ha de ser sobre todo político, aunque, como en cualquier democracia, sujeto a la legalidad vigente. Y la principal dificultad será encontrar los interlocutores adecuados para debatir y acordar el desenlace, que querrán manejar quienes más han destacado en fomentar el desacuerdo.

El debate en cuestión debe comenzar cuanto antes tras las elecciones del 21D, en cuanto se mitigue la carnazón que la cirugía penal ha producido en los protagonistas. Resultaba innegable que, una vez perdida toda la empatía entre los contendientes, la negociación requería una renovación de las legitimidades, que sólo podrá conseguirse tras un proceso electoral. En Cataluña, resultaría muy saludable que quienes han dirigido el golpe de mano, desobedeciendo explícitamente las reglas básicas del Estado de Derecho y las admoniciones y advertencias de los tribunales, fuesen relegados por sus partidos a un segundo plano. Es una de las más viejas reglas revolucionarias: tras un golpe de mano fallido, sus promotores abrasados pierden para siempre la oportunidad. Y quienes han estado en primera fila de la contienda, o son inhabilitados por la lógica judicial interna del sistema, o deben dejar paso a sus epígonos incontaminados.

Cataluña hace bien, pues, marchando hacia las urnas, pero debería hacerlo sin más equívocos: las elecciones plebiscitarias no existen, y no se trata de reiterar otra subrepticia tentativa de referéndum, que, de promoverse, debería ser desactivada de inmediato (el artículo 155 CE sigue en vigor). En concreto, habrá que ver cuál es la nueva correlación de fuerzas, después de que la ciudadanía calibre la claridad democrática del PSC y de Ciudadanos, el peso relativo de la CUP, las posiciones de ERC y de PDeCAT, la convergencia siempre ambigua entre Colau e Iglesias, la respuesta social a la actuación del PP? Y las ofertas de reforma, de cambio y sobre todo de futuro que efectúe cada partido. Y si en el Estado no aparecen iniciativas útiles, también habrá que pensar seriamente en unas nuevas elecciones generales.

En cualquier caso, en el Estado deben revisarse los equilibrios políticos. Rajoy, fiel a su flema y a su impasibilidad, ha ofrecido al borde del límite la respuesta del artículo 155, con el apoyo del PSOE y de C's y con el acierto innegable de una convocatoria electoral inmediata que reduzca al mínimo posible la situación de provisionalidad. Pero es innegable que en estos últimos años de gobiernos populares el Estado no ha podido/sabido ofrecer opciones suficientes a la sociedad catalana, que si hubiera visto alguna luz en el horizonte no se hubiese arrojado tan masivamente en brazos del nacionalismo rampante. La ciudadanía de Cataluña está irritada con Madrid/España, de eso no hay duda, y el Gobierno, en los últimos años, no ha hecho nada por mejorar esta situación. Antes al contrario: las respuestas hoscas a las demandas han contribuido a exacerbar la paciencia de una sociedad manipulada habilidosamente por los radicales y víctima, como el resto de los españoles, de la crisis. Es, pues, lógico desear y proponer que el reencuentro a medio y largo plazo no sea protagonizado por quienes nos han traído hasta aquí sino por gente sin malear, todavía con alguna fe en las posibilidades reales de este país.

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