Los que observamos desde una cierta distancia emocional lo que de tragicómico viene aconteciendo estas últimas semanas en Cataluña, nos vemos en la obligación de hilar tan fino con nuestras apreciaciones que muchas veces optamos por callar para evitar que se nos acuse injustamente de lacerar a discreción susceptibilidades, tanto por una como por otra corriente de pensamiento implicadas. Pero eso es un error porque, bien por acción o por omisión, siempre acabamos muy mal parados.

Yo les diría a los catalanes que nadie es imprescindible, pero que todos somos necesarios. Ahora bien, dicho esto, tengo que decir también que anhelos separatistas los ha habido siempre a lo largo de la historia de la humanidad. Eso no lo digo yo por decir, claro está, ni para justificar a botepronto y sin argumentos el contenido de la reflexión que quiero desarrollar a continuación, sino que es algo fácilmente constatable con sólo dar un pequeño repaso a los libros de historia. En ellos podemos apreciar, siempre y cuando no se encuentren influidos por exacerbadas y tiránicas corrientes de pensamiento, claros ejemplos.

Nos guste o no, por tanto, el caso que nos ocupa no es una excepción. Existen, a lo largo y ancho del vasto mundo, pueblos que pugnan por independizarse de los territorios a los que vienen rindiendo cuentas desde tiempo inmemorial. Una mayoría de ellos, habría que aclarar, están inspirados por el malestar de sus élites, que ven como el grueso de los impuestos que ingresan a la hacienda pública van a parar lejos de su comunidad. Son ellas, de hecho, quienes más han trabajado por trasmitir a la clase media-media y a la media-baja de Cataluña el germen independentista que amenaza con desgajar una parte de España. Con franqueza lo digo, mucho me temo que poco o nada cambiará para ellas la nueva situación, si es que finalmente llega a producirse el cisma. Yo, por mi parte, no pienso hacer nada de lo que pueda arrepentirme en el futuro para evitarlo. Nos guste o no, esa es una decisión que el pueblo catalán debe tomar unilateralmente, otra cosa muy distinta es que lo considere un dislate. Pero qué se le va a hacer, si eso es lo que quieren, adelante pues.

La Constitución Española es la que es, pero ello no es óbice para que cuando las circunstancias de aquellos a los que con su insuperable redacción salvaguarda cambian, pueda modificarse sin desvirtuarse por ello. Caso aparte es saber cómo se ha llegado a este punto de trastornada exacerbación. Ignoramos de quién es la culpa, si de Rajoy o de Puigdemont, y tampoco nos interesa demasiado saberlo, es sólo curiosidad. La solución no pasa por buscar responsables, ni tampoco adalides de las partes confrontadas, sino apostar por representantes políticos que sepan utilizar hábilmente pero con dignidad los mecanismos que un estado democrático pone a su disposición.

Razones que entiendo, pero que de ningún modo comparto, impulsan a los políticos a prodigarse por toda suerte de recepciones, almuerzos, inauguraciones y otros saraos, donde su presencia suele ser acogida con disímil satisfacción. Eso, a menudo, confunde al "elegido", que cree verse obligado por el auditorio que le sigue y aplaude a interpretar un papel para el que no sólo no está preparado sino que, en realidad, tampoco le persuade lo más mínimo. Una cosa unida a la otra puede provocar desfases y otras salidas de tono como la que ahora lleva, implícita, la insensata aplicación del contenido del artículo 155 de la Constitución de 1978.

Aunque lo cierto es que si fuese sólo por Rajoy, eso es lo que pienso, la situación probablemente no se hubiese exacerbado hasta el punto en el que se encuentra ahora. El presidente español siempre ha actuado con cautela, demasiado a menudo en exceso si se me apura, como para llegar a la conclusión de que la idea de aplicar el susodicho artículo no ha sido suya, sino de las capciosas mentes de sus adláteres más recalcitrantes. No le veo yo, de hecho, al presidente de nuestro país por ningún lado madera de encina, sino más bien de boj. Sin embargo, eso no le disculpa para nada de la responsabilidad que un dislate semejante confiere a quien lo comete. Otra cosa muy distinta es que la exoneración proceda de las urnas: no sería la primera, después de todo, que eso ocurre y deja a más de uno con dos palmos de narices y un semblante tan estúpido como palmario.

Desde la Euskal Herria más rancia vienen observando los vascos con el rabillo del ojo, cómo se desarrolla el pulso catalán al gobierno de España, y apenas hacen mención explícita de lo que bien podría rondarles por la cabeza desde mucho antes de que esta incómoda situación que vivimos hoy se agravase. Por eso creo firmemente, que ya es hora de terminar con la irresponsabilidad tanto de los unos como de los otros. De otra forma, ninguna solución de las que hasta cierto punto podríamos denominar como de civilizada podrá tener, en un futuro más o menos próximo, mínimas garantías de éxito.

*Diplomado en Educación Social

Experto Universitario en Autoconocimiento, Emociones y Diálogo