En toda reunión de más de cuatro comensales se acaba hablando de lo mismo últimamente, y no es Cataluña. Alguien ha recibido una advertencia de su casero de que deberá abandonar el piso que habita desde hace un par de lustros porque va a ser vendido por una cifra indecente que no puede ni en sueños permitirse. Alguien conoce a alguien a quien han doblado el precio del alquiler de su residencia de hace décadas, y no se trataba precisamente de una renta antigua. Alguien deberá coger a sus tres niños escolarizados y arraigados en el barrio de moda y largarse a la otra punta de Palma porque el propietario de su vivienda la quiere libre, a la espera de saber si podrá alquilarla por semanas a los turistas, y no ha encontrado nada cerca que pueda afrontar. Alguien vuelve a compartir piso con desconocidos, a su edad. Alguien no puede dormir porque en unas semanas vence su contrato de alquiler y desconoce si se lo renovarán, o le pondrán de patitas en la calle pese a que siempre ha pagado las mensualidades y ha invertido su dinero en mejorar el incierto hogar. Vivir de alquiler en Mallorca supone vivir en precario. Hace unos años era la opción de quienes no deseaban ataduras. Hoy significa susto, y carecer de una mínima seguridad. El verano es la única estación que conoce el recalentado panorama inmobiliario de Mallorca, así en noviembre como en febrero.

Los presupuestos que avanzó la semana pasada la presidenta Francina Armengol y que estos días se están desmenuzando contemplan medidas para ayudar a los más desamparados a acceder a una vivienda (personas con rentas bajísimas, familias en exclusión, jóvenes€), construyendo protección oficial o con subvenciones directas. Menos da una piedra. Sin embargo, los ejemplos del párrafo anterior corresponden a mallorquines que no entran en la categoría de pobres de solemnidad, parados o recién licenciados, y que sufren serias dificultades para encontrar una casa digna. Asalariados que destinan más de la mitad de su sueldo al alquiler, y no es suficiente para vivir tranquilos. ¿Habrá dinero público para ayudar en un futuro a toda esa clase media baja que no va a cumplir los requisitos para acceder al puñado de pisos que sufragarán las instituciones? Yo creo que no. Los particulares no podemos competir con los extranjeros que pagan por un balcón con vistas cien veces lo que vale, y tampoco puede la Administración. Si no va a ayudarnos a todos a pagar los precios desorbitados que pide el mercado inmobiliario, la única alternativa equitativa consistirá en adoptar alguna política valiente.

Hace unos meses, el hoy alcalde de Palma Antoni Noguera por entonces concejal de Urbanismo anunció que se prohibiría en toda la ciudad el alquiler turístico en plurifamiliares, uno de los factores responsables de la expulsión de los residentes de los barrios del centro y litoral. Tras el primer susto por rozar la sacrosanta propiedad privada y la obligada reculada hasta la aprobación de la ley autonómica, no se ha vuelto a hablar claro del asunto. La negación sistemática de las consecuencias de la saturación turística se observó en el Debate de la Comunidad, foro en que no se escuchó ninguna alusión seria a la masificación ni a quienes la sufrimos. Nadie espera de los gobernantes que subvencionen uno por uno a todos los contribuyentes desesperados por un techo, pero sí que miren por todos ellos, y tengan la valentía de pronunciar de una vez la palabra mágica: límites.