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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Decíamos ayer

En política, muchas situaciones no responden a un escenario win-win, sino a un marco en el que todos solo pueden perder. El procés ha sido un desastre

Decíamos ayer que la realidad constituye una fuerza colosal. La ficción también hasta que aparece desnuda, desprovista de sus falsas galas. Puigdemont debió pensar algo similar el pasado jueves cuando dudó entre convocar o no autonómicas. Iceta se lo agradeció en el Parlament, porque, en efecto, dudar supone una característica de la vida adulta. Dudar sobre uno mismo, sobre las propias fuerzas y la solidez del marco intelectual y simbólico que orienta nuestras decisiones, dudar sobre las consecuencias de nuestras decisiones -más aún cuando se ocupa una cargo con responsabilidad institucional-, que pueden terminar afectando al conjunto de la sociedad, dudar sobre lo que es posible y lo que no lo es, habla bien de un hombre. La tradición talmúdica del judaísmo ha reflexionado mucho sobre el papel de la duda en el campo estricto de la ética humana. El Talmud habla del llanto de los hombres, de las lágrimas que nublan la mirada y ocultan la realidad, de las lágrimas que nos encierran en nuestros propios prejuicios, rencores, miedos y esperanzas, y también nos habla de las lágrimas que nos invitan a cuestionar nuestras certezas y seguridades, a debilitarlas precisamente porque nos permiten percibir el peligroso acero de las ideas - sus aristas cortantes.

Las lágrimas de Puigdemont el jueves -esas dudas no formuladas- nos muestran el choque con la realidad de un president que se vio desbordado por las circunstancias que él mismo había provocado. Durante unas horas, se debatió entre convocar autonómicas o llevar a cabo la DUI. A primera hora del jueves, las primeras filtraciones remaban en la dirección de un pacto entre La Moncloa y la Generalitat que suspendía la aplicación del 155 a cambio de la convocatorio de unas autonómicas que permitiesen desencallar una situación endiablada. El acuerdo al que se había llegado se fue al traste pocas horas más tarde, sin que todavía se conozcan muy bien los motivos. ¿Exigía Puigdemont unas garantías de impunidad que ningún Estado de Derecho puede conceder? ¿O fue el miedo hacia la respuesta en las calles que podían tener sus propios sectores más radicalizados? Sea cual sea la razón, Puigdemont eligió el peor camino posible en una encrucijada en la que ninguna dirección que se tomase era realmente buena. En política, muchas situaciones no responden a esa "mentira fértil" de la que hablaba en privado un alto asesor del procés, ni a un escenario win-win sin que hubiera mucho que perder. El procés, en cambio, era un relato lose-lose donde nada podía terminar bien. Así ha sucedido finalmente y si el historiador francés habló de la extraña derrota que vivió su país durante la II Guerra Mundial, esta definición también sirve para lo que hemos vivido estos años en España: la extraña derrota de un catalanismo -uno de los componentes históricos de la modernización de España en este último siglo, si hacemos caso de los estudios de Vicente Cacho- que renunció a su tradición consensuada y pactista en pos de una utopía inalcanzable. Y al mismo tiempo, la extraña derrota también -porque nunca se tuvo que haber llegado hasta aquí- de un gobierno central que renunció incomprensiblemente a plantear la necesaria pedagogía en defensa de la soberanía constitucional, que es el único garante de nuestros derechos y libertades, mientras las oleadas populistas iban minando con su discurso el respeto a las instituciones.

La irresponsabilidad de las elites tiene costes colectivos. Algunos inmediatos -la fractura social, por ejemplo-; otros -como los económicos- que sólo se irán percibiendo con el paso del tiempo. La decisión del presidente Rajoy de celebrar elecciones antes de final de año debería permitir una acelerada vuelta a la normalidad, pero esto no es suficiente. El inicio de la reforma constitucional, anunciada por PP y PSOE, tiene que ser aprovechada para llevar a cabo una serie de ajustes necesarios e inteligentes que permita mejorar el funcionamiento de la estructura institucional española. Pero sobre todo debemos recuperar tanto consenso el debate informado como factores fundamentales de la política democrática. Y esto, a su vez, exige que dejemos de lado la comida tóxica de la postverdad, el dictado frívolo del sentimentalismo y el uso habitual de la demagogia como un arma de propagación ideológica. Hay mucho trabajo por delante.

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