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Ópera fallida

Dentro del cansino sucederse de acontecimientos históricos -nada memorables a estas alturas- en que chapoteamos desde hace meses, el pasado viernes alcanzamos un momento semicumbre (sólo semi, pues ignoramos cuántas cumbres nos acechan todavía). Por así decir, asistimos al final de un acto intermedio. Un acto de una ópera de tema clásico, con música de segunda fila, libreto a ratos ininteligible y montaje rompedor. No faltó detalle: decorado majestuoso, muchos figurantes, segundas voces ajustadas al papel, un público entregado? Pero, ¡ay, los solistas! Uno, metido en su castillete-vagoneta sobre raíles, se mantuvo en su línea. El otro -escindido, por obra y gracia del adaptador, en él mismo y su alter ego-, realizó una nueva pirueta verbal, otro truco de prestidigitación. Pudo haber sido peor -o mejor- pero fue más de lo mismo. Quedarán imágenes para el recuerdo: el frígido y fugaz apretón de manos de los líderes especulares; el estudiado fondo de puños alzados detrás de los tres iconos, mientras a su alrededor las únicas manos que estaban en alto sostenían móviles; el solemne coro de alcaldes, convencidos -me temo que debían de ser los únicos- de participar en un triunfo de clamor.

El libreto refleja un conflicto viejo ya en tiempos de Esquilo: la tiranía desafiada por un grupo de valientes. En este caso se ha optado por la brocha gorda y la caracterización en blanco y negro, sin matices. Una especie de historia ejemplar para dummies, donde los comparsas llevan en hombros a una élite destinada a salvar la patria. El tirano es un ente colectivo, un opresor diabólico que exhala fuego y azufre y se goza en el martirio cotidiano de una metafórica doncella desamparada. La novedad: aunque el público se identifica siempre con la víctima, según el punto geográfico donde se represente la función, protagonista y antagonista son reversibles. Y aquí está el fallo. Porque las burdas simplificaciones funcionan a veces, pero, se encuentre en el lugar que se encuentre, el público de esta ópera no está formado por dummies. No todos compartimos la premisa de que el fin justifica los medios. No todos compartimos esa habilidad del libreto para desasirse de la realidad a conveniencia. No todos compartimos esa voluntad de crear una dimensión paralela en la que sólo hay derechos y no existen los compromisos ni los deberes. No todos nacimos con el "sostenella y no enmendalla" tatuado en el ADN. No todos, en suma, vivimos en los mundos de Yupi.

Quienes no nos sentimos verdugos ni oprimidos observamos intranquilos, porque lo que está en juego no es ningún premio a las artes escénicas sino el día a día de millones de personas. Azuzados desde un lado para que abracemos el ideario de Manolo Escobar, y desde el otro para que cerremos los ojos y traguemos ruedas de molino, aguardamos, expectantes, el siguiente acto de esta ópera interminable. Habrá quien crea que tiene ecos de una épica wagneriana, pero me temo que hasta ahora tan sólo suena a antiguo y triste organillo desafinado.

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