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El daño

Leyendo, conmocionado, las trágicas crónicas que escribieron en su momento José Díaz Fernández, Josep Pla y Manuel Chaves Nogales sobre la cruel, feroz y sangrienta revolución de Asturias de 1934, uno no puede menos que establecer ciertos paralelismos, y para ello no es necesaria una gran dosis de perspicacia, entre aquellos infames hechos y la actualidad nacional que nos ocupa. Por supuesto, no se ha llegado ni mucho menos al terrorífico grado de violencia y horror de aquellos años previos al estallido de la Guerra Civil. Pero hay algo que persiste y que vuelve, con periódica tozudez, cuando ya nos creíamos instalados en una zona de confort que debemos a nuestra hipnótica creencia en un progreso indefinido. Vuelven la confrontación, la ruptura, el odio, las posiciones acantonadas, como si perteneciésemos a peñas de algún equipo de fútbol de rivalidad encarnizada. Vuelve la discordia entre miembros de las familias, entre los amigos, entre los vecinos de escalera. Y, para paliar tanta discordia que puede desembocar en enemistad, muchos evitan tocar el tema de marras, fuente de conflictos y de broncas. Pues ya se sabe que las relaciones personales, incluso íntimas, pueden saltar por los aires, como ya está ocurriendo.

Vale la pena recorrer las terribles páginas de estos tres maestros del periodismo español, sus descarnados testimonios de primera mano para comprobar el daño que puede llegar a infligirse un país a sí mismo. Oviedo, hoy una de las ciudades más aseadas y ordenadas de España, fue durante diez días un verdadero infierno, el escenario de la mayor crueldad. En breve, los lugares más serenos pueden convertirse en lugares irrespirables. Durante la lectura y el consecuente rosario de atrocidades, Josep Pla deplora la destrucción de los cafés. Parece una frivolidad. Sin embargo, Pla lo explica. Los cafés representan la casa de todos, el lugar de encuentro de las ideologías más diversas y de los sentimientos más divergentes y contrapuestos. Destruir un café es todo un signo de fracaso como sociedad, una señal de que hemos alcanzado el límite o, mejor dicho, de que hemos superado un límite que no se debería de haber traspasado. Los límites, sin duda, no significan solamente un impedimento, un obstáculo. Los límites permiten que podamos desarrollar nuestras respectivas libertades sin tener que abusar de la confianza y, en consecuencia, atropellar o ser atropellado. Y los cafés, en este sentido, son o eran una suerte de pequeños hemiciclos en los que los parroquianos desplegaban sus pareceres y sus diferencias. Pero aquí, sin duda, lo importante no son los cafés, que lo son. Aquí, de lo que se trata es de la voluntad de destrucción del ser humano, al modo del incendiario que no soporta la armonía de los bosques.

Por descontado, aquellos años inmediatamente anteriores a la Guerra Civil no son calcados a los actuales. Eso hay que subrayarlo. Ahora bien, los estallidos no ocurren de manera caprichosa. Los estallidos son las manifestaciones bruscas y casi siempre violentas, las consecuencias de tantos años de ir mascando el desastre. Y la sociedad española, en general, y la catalana muy en concreto están dando muestras de inepcia, primitivismo, frivolidad, mesianismo y, en definitiva, de un fracaso rotundo. La masiva fuga de empresas, grandes, medianas y pequeñas del territorio catalán, no es más que la certificación del desvarío de unos políticos indiferentes y, por tanto crueles, a lo que les pueda suceder a los ciudadanos que viven y trabajan en Cataluña. Prefieren, sin duda, difundir vídeos patéticos y fraudulentos, mostrando un dolor impostado y unas imágenes que buscan la lágrima bobalicona. Todo empieza con poses frívolas y con apuestas delirantes. Nada peor que un burgués conservador coqueteando con los sectores más radicales. Pues en el fondo saben que esos aliados de conveniencia acabarán, tarde o temprano, haciéndoles daño. Devorándolos.

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