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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

El campo de la política

La política se desdobla en símbolos y dinero, en relato y presupuestos. Ante esta realidad ineludible, debemos preguntarnos cuál es el coste real de las buenas intenciones

El campo de acción de la política es básicamente doble: el mundo de los consensos simbólicos y emocionales, por un lado, y el de la acción presupuestaria, por el otro. El primero se refiere a un espacio previo a la actuación de los gobiernos, fundamental para evitar que el debate sobre la legitimidad social quede enrarecido en exceso. Este consenso simbólico y emocional marca lo que queda dentro y fuera de aquello que la sociedad define como virtud democrática, es decir, lo que es -y sigue siendo- respetable y lo que no. Esa idea central forma parte del cuerpo de creencias básicas del universo de la política contemporánea, tal y como lo desarrolla en su obra el historiador George L. Mosse. «Llegué a la conclusión -escribe en sus memorias- de que las sociedades modernas necesitan a los excluidos como un prerrequisito para la autoestima social de los que no padecen esa maldición. El incluido en la sociedad se vincula al excluido de la misma; uno no puede existir sin el otro, del mismo modo que ningún tipo ideal puede presentarse sin su contrario. [€] El tipo y su antitipo forman parte de la nueva forma de hacer política». Se trata, desde luego, de la guerra de propaganda que marcó el siglo XX y que pervive intensificada en nuestros días: los buenos y los malos, el pueblo y la casta, los nacionalistas y los unionistas, los demócratas y los antidemócratas€ En realidad, el lenguaje posmoderno -la lucha por el relato, diríamos hoy- no dista tanto de la percepción clásica de la política: las sociedades necesitan consensos simbólicos que cultiven unas determinadas emociones. Lo propio de la democracia, sin embargo, es que este espacio común sea lo más amplio posible y no convierta a nadie en extranjero.

El otro gran campo de la política son los presupuestos, que contemplan necesidades, subrayan prioridades, impulsan unos proyectos y descartan otros. Los presupuestos permiten además crear lealtades, lo que antiguamente se denominaba comprar votos. El pensionista por ejemplo suele tender a un conservadurismo no tanto ideológico, como de aprecio hacia el gobierno que le paga. La espesa telaraña de las subvenciones es otro campo abonado para consolidar la fidelidad de los distintos colectivos. Así, difícilmente se pueden reformar o reducir muchos de los subsidios -los agrarios, por ejemplo- sin que se vea profundamente afectada la dirección del voto. Otro ejemplo obvio pasa por los beneficios sociales, que se han convertido en muchos casos en políticas de carácter habitual para amplios segmentos de la población y cuya reforma sólo se admite en casos de extrema urgencia económica -como sucedió tras la crisis de 2008- o a costa de perder el poder. Las llamadas empresas del BOE -o sus equivalentes autonómicos- representan otra modalidad de la excesiva presencia de la política de un espacio que debería ocupar sobre todo el libre mercado. Piensen también en la necesaria liberalización de los colegios profesionales y de los pseudomonopolios, que nunca llega a suceder y que perjudica la competencia y el horizonte de oportunidades de la ciudadanía.

Tanto en el ámbito de lo simbólico como en el de las decisiones presupuestarias, deberíamos preguntarnos cuál es el coste real de las buenas intenciones. Porque en política nada es neutro e incluso la mejor de las voluntades necesita ser validada por un resultado positivo. ¿Qué supone para una sociedad perseguir su fractura emocional, mientras se pone en duda el prestigio y el funcionamiento de sus instituciones y leyes? Y, al mismo tiempo, ¿estamos midiendo bien la efectividad de muchas nuestras políticas públicas, ya sea en educación, en infraestructuras o en protección social? ¿Pueden compararse con las que se aplican en otros países de nuestro entorno? ¿Son sostenibles a medida que el endeudamiento nacional toca techo y que el envejecimiento de la población se convierte en un problema de dimensión europea, comprometiendo necesariamente el futuro del Estado del bienestar? ¿Y hasta qué punto unas erróneas políticas públicas sirven de freno del crecimiento y la prosperidad general? Las ideas tienen un valor y se manifiestan en símbolos y en presupuestos. Que sean razonables e inteligentes resulta mucho más importante que el color de sus intenciones.

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