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El país del apartheid de género

El 7 de noviembre de 1990, medio centenar de mujeres saudíes desafiaron la ley y condujeron sus coches familiares por las calles de Riad. Lo hicieron tras ver al volante, por esas mismas calles, a las soldados estadounidenses que formaban parte de las tropas desplegadas para repeler la invasión iraquí de Kuwait. Pagaron su valentía con un día de cárcel, la retirada de los pasaportes y, en algunos casos, con la pérdida del trabajo. Todas sufrieron una humillante campaña de desprestigio.

Desde entonces, las movilizaciones femeninas para lograr acceder al carnet de conducir no han cesado. Esta semana, el Gobierno anunciaba que al fin podrán hacerlo a partir de junio de 2018. Es, sin duda, una simbólica victoria para los catorce millones de mujeres que viven en un país que, amparándose en la ley islámica, practica el apartheid de género, reiteradamente denunciado por las asociaciones de derechos humanos y feministas.

En Arabia Saudita todas las mujeres adultas viven supervisadas por un guardián o tutor legal -padre, esposo, hermano, hijo u otro miembro de la familia- sin cuyo permiso no pueden estudiar, viajar, sacar el pasaporte, estudiar o acceder a una beca. Según la tradición religiosa, la libertad de movimientos hace a las mujeres "vulnerables al pecado" y por tanto deben salir a la calle totalmente cubiertas -el pañuelo o hijab y la túnica o abaya-, excepto los ojos y las manos, y han de ir acompañadas por un hombre a hacer compras o visitar al médico. La situación se complica peligrosamente cuando el matrimonio -al que muchas acuden como medida salvadora- se convierte en una cárcel de violencia y abusos. Ellos siguen siendo sus guardianes durante todo el proceso.

Más de la mitad de los estudiantes universitarios de Arabia Saudí son mujeres, pero ellas tampoco pueden acceder a todas las carreras ni a todos los puestos laborales. Y, por si esto fuera poco, su declaración ante un juez vale la mitad que la de un hombre.

Las redes sociales, sobre todo Twitter, en la que son muy activas, actúan en mucho casos como válvula de escape. En 2015, año en el que por primera vez las saudíes pudieron participar como votantes y candidatas en las elecciones, el diario estadounidense New York Times les abrió su sitio web y Twitter para que pudieran hablar de su vida cotidiana. Recibieron seis mil mensajes, algunas firmaban con su nombre y otras de forma anónima. Estos son tres de los testimonios:

"Cada vez que quiero viajar, tengo que pedirle permiso a mi hijo adolescente", escribía Sarah, doctora en Riad, de 42 años. "Mi hermana fue a una librería sin el permiso de su esposo. Cuando regresó, él la golpeó sin cesar, relataba Al Qahtaniya, de 28 años. "No me deja trabajar, aunque necesite el dinero. Tampoco satisface todas mis necesidades. No puedo recordar cuándo fue la última vez que le preocupó lo que yo quisiera o necesitase. Está casado con cuatro mujeres y está totalmente concentrado en ellas, y a mi no me deja viajar con mi madre. Sufro mucho, incluso en mi vida social. La controla por completo y no me deja tener amigas o buscarlas. Me obliga a vivir de acuerdo a sus creencias y su religión. No puedo mostrar quien soy en realidad. Vivo una mentira solo para evitar ser asesinada", afirmaba Dina, de 21 años, de Riad.

Tras la decisión de dejarlas conducir, así como la de permitirles entrar, por primera vez, en un estadio de fútbol, con motivo del 87 aniversario fundacional del país, parecen estar los planes de modernización de Mohamed Bin Salmán, príncipe heredero e hijo favorito del rey, que intenta que la población femenina tenga una mayor participación en la vida económica, utilizándola exclusivamente como generadora de riqueza, de un reino que castiga sin contemplaciones el ejercicio de la libertad individual.

Pero la idea de modernidad casa mal con un país que prohíbe a la mujer tomar sus propias decisiones y en el que una puede ser decapitada en mitad de la calle, tras ser acusada y condenada de un supuesto delito, sin juicio alguno.

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